domingo, 7 de octubre de 2007

El trabajo del señor Benn

Juan Carlos Chirinos



A esa hora de la mañana, Berlín era la entrada de un hormiguero que acababa de descubrir un tarro de azúcar abandonado. Los robustos T de ruedas blancas pasaban veloces a los coches de los barones, y detrás de ellos los perseguía esa estela de ruido que se aleja, la misma de la que el señor Doppler ha dado enjundiosa razón en sus escritos, explicando que el sonido se distorsiona a medida que se aleja de nosotros a trescientos metros por segundo, como afirman algunos. En todo caso, el ciudadano berlinés que se dirigiera andando a su trabajo debía poner especial atención a estos detalles (caballos, motores, pistones, floreros, frutas, mensajeros) si es que no quería sufrir algún percance que distorsionara, quizá definitivamente, la rutina de su vida.

El señor Benn estaba conciente de que el más mínimo descuido marcaría la gran diferencia entre la cotidianidad y el espanto; y él sabía muy bien a dónde enviaban a los que, aún románticos y ajenos al progreso de este gran país, entregaban irresponsablemente sus cuerpos a la calle, como sacerdotisas de una antigua civilización.

—La distancia entre la lozanía y el detrito es más pequeña de lo que solemos creer, —cavilaba el señor Benn, mientras avanzaba con paso seguro, elegantes sus zapatos de charol, su bastón pendulante y el sombrero bien ajustado para conjurar las travesuras del viento—: La señora de las sombras acompaña nuestras acciones y, aunque jamás tiene prisa por atraparnos, sabe que tarde o temprano daremos ese paso en falso que nos arrojará a sus brazos, ese lugar que es descanso y paz, y misterio y agonía.

Porque el oficio del señor Benn consistía en abrirnos en canal cuando nos tocaba.

Curioso desde niño, siempre quiso saber cómo eran las cosas por dentro y por fuera, bajo el agua y en el aire, en movimiento y en reposo; tanta era su curiosidad, que la familia tuvo la alborozada esperanza de que el Creador les había enviado un ser especial, uno que emularía las hazañas de míster Darwin —«¡ese greñoso inglés!», se quejaba la abuela, devota del káiser—, superándolo para gloria del imperio. Se lo imaginaban surcando los siete mares en uno de los acorazados de la Armada, recogiendo pruebas de que la misericordia del Todopoderoso había pasado por este planeta y nos había dejado infinitos dones para nuestro deleite. Tal como dos siglos antes el barón de Humboldt había dejado constancia del valor de su genio, así el pequeño retoño de la familia Benn se convertiría de mayor en el nuevo explorador, el Marco Polo bávaro que le faltaba a la gloriosa estirpe germana.

La curiosidad fáustica del niño, sin embargo, sufrió un día una perversa distorsión.

Descubrió que, si le arrancaba la cabeza a una cucaracha, sacaba al mismo tiempo sus tripas con las que pasaba gozosas horas de observación entre las entrañas de tan obstinado animal. Esa remota mañana en que su maestro de Ciencia Naturales lo sacó del Edén de la infancia, el señor Benn se convirtió en una nueva clase de curioso: El curioso de la morgue.

¿Qué habría ocurrido si esa mañana una gripe de primavera hubiera obligado al joven estudiante a permanecer en la cama bajo los mimosos cuidados de la madre y de la abuela? ¿Quizá las vidas de 50 millones de almas se habrían salvado, o la entrada hacia el centro de la Tierra ya no sería un misterio? ¿Cómo habría sido el curso de la Historia si esa mañana, camino del colegio, las patas gordas y nerviosas de los caballos del conde hubieran destrozado su tierna cabecita, para desgracia de las mujeres y alegría de las cucarachas? Nunca se sabrá, caviló el señor Benn mientras abría las puertas de su despacho, donde los muertos lo esperaban, reposados en las cámaras frigoríficas, allí donde, paciente, el bisturí filoso ansía el contacto de sus manos para, juntos, horadar el vientre hinchado de algún niño atolondrado que no entendió que los caballos son animales aprensivos y no se llevan bien con los motores que construye ambicioso el señor Ford.

—Pero nunca se sabe cuándo caeremos en los deliciosos brazos de la señora de las sombras, —murmuró el señor Benn mientras deslizaba la punta de su instrumento por la T dibujada en el vientre del muchacho muerto, y antes de descubrir el nido de ratas recién nacidas que horadaron las paredes del estómago y ahora dormían, inocentes, apoyadas en el bazo—. Cada cuerpo es un universo particular —declaró satisfecho, y continuó con su trabajo, ajeno al escándalo de Berlín por las mañanas.


http://juancarloschirinos.blogspot.com/

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Puro Borges, críptico y magistral.

Anónimo dijo...

El arranque de tu cuento es perfecto. No dejes de escribir, tienes mucho talento. Paciencia y perseverancia

Roberto Echeto dijo...

¡Hermano Juan Carlos, qué belleza de historia! Mira este título: Los forenses siempre son atractivos para las artes.

Bróder, es hora de armar peo. Lee los periódicos venezolanos y verás por qué.

Un gran abrazo.