jueves, 11 de octubre de 2007

humores editoriales





los hermanos chang van vienen con su buena salud, confiados de inmortalidad y dioses tutelares, no creen en brujos con collares de espinas dorsales
ni en sacrificios humanos que aseguren falsos futuros

sus mujeres barbudas, sus blancas serbias
sus consumidoras de opio
del pueblo
están en perfectas condiciones
todas ellas acupunturadas
con once agujas vibrantes
sobre sus cabezas esclavas y en el sitio exacto donde la espalda
deja de serla

para ellas hemos abierto, a petición de los señores
un consultorio médico preciso
punzante
donde los humores griegos del griego que Hipócrates era
hace que llamemos a los doctores
humoristas
y a los humoristas
doctores
de la dolorosa faena
de hacer reír
a pesar de todo

aproveche, sea lo que quiera ser, enfermo o doctor
antes de que vengan a decirnos
que ya no se necesitan doctores ni enfermedades
y que todos estamos sanos felices alegres
en el barro
como muchachitos bobos
que no piensan
porque les sacaron el cerebro
a punta de trepanaciones del alma.


Fedosy Santaella y José Urriola, acupunturistas.

domingo, 7 de octubre de 2007

Prólogo

Nicolás Melini



Tras una ya larga carrera como escritor, trufada, como bien saben, de éxitos de meridiano alcance —entiéndase una leve ironía—, aún me veo sometido a los prejuicios propios de los comienzos en el oficio. Es cierto que, para algunas personas cercanas a mí, o, más concretamente, para mi adorable esposa —que me perdone el reproche— escribir sigue siendo no hacer nada, y, por lo tanto, se me puede convertir en el blanco de innumerables encargos, los cuales, sin el menor riesgo de pecar de imprecisos, podríamos catalogar dentro de una materia difusa, vaga, mucho más difusa y vaga y abstracta, a menudo, que la propia materia literaria. Ya profería David Mamet, el espléndido dramaturgo norteamericano, que, durante una larga temporada, se debió de aficionar a escribir en cafeterías, con el único objeto de que “nadie” pudiera pedirle-arreglar-la-alcachofa-de-la-ducha —y lo escribía, creo recordar, de este modo, uniendo las palabras mediante guiones, que no sé si será una práctica muy americana o un recurso de su personal estilo.

Pues bien, yendo directos al asunto de este preámbulo, a mi mujer, por ejemplo y sin embargo, ¡para que vean ustedes!, le ha dado últimamente por enviarme-a-entregar-en-el-hospital-las-radiografías-de-una-amiga-suya-que-tiene-que-operarse-de-un-mioma-en-el-útero-el-mes-que-viene.

—¡Y por qué no va ella! —me defendí.
—¡Porque le ha salido un trabajo en Nicaragua!
—¡Además!
—¿Además de qué?
—No importa, déjalo —me refería al mioma en el útero, pero me urgía abordar cuanto antes lo que de veras me consternaba—: ¡Y por qué me mandas a mí!
—¡PORQUE ERES LA ÚNICA PERSONA QUE CONOZCO QUE NO TIENE OBLIGACIONES!



Perdonen ustedes este súbito rifirrafe, pero no he de renunciar a reproducir aquí el absurdo de la lógica según la cual debemos realizar lo que no nos corresponde.

Fui. Claro está.

Mi mujer me explicó las instrucciones que le había dado su amiga. Las tenía apuntadas escrupulosamente en un papel: el nombre del hospital, Doce de Octubre; la sección, ginecología; el número de consulta, la cinco (o la siete; por lo visto estaban una enfrente de la otra). Tenía que entregarle la tarjeta blanca a la celadora que saliese de alguna de las consultas, y luego aguardar a que me pidiesen las radiografías, etc. Ello implicaría, por supuesto, el acecho pertinaz, junto con los demás pacientes a la espera, de la celadora de turno que entraba y salía de improviso, como esos muñequitos de los juegos electrónicos a los que hay que dar caza, echar el guante o asestar un certero disparo justo en el momento que asoman la nariz, antes de que se alejen por el pasillo o se vuelvan a introducir en su inexpugnable madriguera.

Por fin conseguí entregarle la tarjeta blanca, y luego hube de esperar un largo rato (por fortuna me llevé algo de lectura) hasta que de nuevo apareciera vociferando en la sala.

—¡Paz Sánchez-Gil Flores! —dijo de corrido.

Yo dije:

—¡Yo!

Y ella dijo:

—Pase.
—¡Pero yo no soy ella! —observé absurdamente.
Por fin había conseguido llamar su atención: me había mirado.
—¿Y ella no vino? —preguntó.
—¿Era imprescindible? —le respondí con una pregunta, a mi mejor estilo.
Pero la celadora tomó las radiografías, me miró de arriba abajo, recalando con elegancia en mi bajo vientre, y comentó:
—Usted verá…



Cuando entré en la consulta me recibió una pléyade de doctorcillas, tres o cuatro, apostadas tras una mesa, escoltadas por el médico de la amiga de mi mujer. Yo ni me senté, por supuesto.

—¿Qué edad tiene? —preguntó una.
—¿Quién yo? —dije.
—La paciente —aclaró.
—Treinta y cinco —respondí rápido.

Ella consultó los documentos que tenía ante sí y sonrió de forma enigmática, lo cual me dio que pensar: ¿y si Paz nos hubiese mentido sobre su edad por cualquier motivo? La nueva sonrisa de la joven al corregir el dato me corroboró la sospecha. ¡Se había quitado años, la muy coqueta!

—¿Usted vendrá con ella? —quiso confirmar.
—¿Cuándo?
—En febrero. Cuando la operación —tuvo que aclarar.
—No —dije rotundo.
—¿¡Ah no!? —se sorprendió, aunque sonó un tanto indignada.
—¡No! —rechacé tal posibilidad. Era lo que me faltaba.

Ella contuvo un bufido. Deduje que el tono de mi negación la había escandalizado por alguna razón, de hecho sintió la necesidad de interrogarme al respecto:

—Pero vamos a ver, ¿usted qué es a ella?
—¿Que qué soy? —balbucí con esa ingenuidad que a veces me satisface tanto exhibir entre desconocidos: ¿acaso ha pensado que yo soy el marido de la paciente y me niego en redondo a prestarle mi compañía en el señalado día de tan desagradable trance para ella?, comprendí.
—Sí, el parentesco. Qué clase de familiar…
—Ninguno —renegué de nuevo.
—Pero… —se extravió, desconcertada.
Los doce ojos que había en la consulta me interrogaron, solicitando una aclaración. Tenía que satisfacer su interés:
—Yo soy… —iba a decir que era escritor, que en realidad hubiese sido la explicación precisa; es decir, según mi mujer, la única persona que ella conoce que no tiene obligaciones, pero en el último momento me pareció que sería una explicación un tanto críptica, y corregí—: Yo soy el recadero —no supe expresarlo mejor—. Yo sólo vengo… Me mandó la paciente a traerles las radiografías —y señalé hacia donde debían de encontrarse las radiografías, que ya no estaban porque la celadora las había archivado mientras tanto.

He de reconocer que no omití lo de su viaje a Nicaragua deliberadamente, sino porque enseguida medió el doctor (sin duda hastiado ante un interrogatorio tan estéril) y cuando me fui a dar cuenta ya se me había pasado la oportunidad de clarificarles la situación:

—¿Sabe usted si la acompañará alguien? —había dicho el médico.

Eso es lo que ellos quieren saber realmente, deduje, pero me dio por responder:

—Supongo —esmerándome en la tarea de “no hacer el mandado demasiado bien”, para que al menos no me volviesen a mandar.

Él se volvió hacia las doctorcillas y convino en un tono neutro, sin acritud, con la elegancia propia del profesional de la medicina que no se permite el menor conato de cinismo:

—Supone.

A lo cual, la que anotaba aquellos datos, al parecer imprescindibles para la preparación del operatorio, se quedó paralizada un instante ante el papel. Adiviné que habría en aquél un par de casillas dibujadas al margen: una con un “sí”, la otra con un “no”, como es lógico. Pero ella, muy resuelta, como quitándose el muerto de encima, acabó por sentenciar:

—Supone, o sea “sí” —y marcó una de las casillas de un boligrafazo.
—¿Tiene ascensor? —prosiguió el doctor.
¡Hombre, esa sí que me la sé!, me dije. En alguna ocasión había tenido que llevarle prestada, a petición de mi mujer, una bombona de gas butano. Pero respondí.
—Sí… —y hube de corregir—: Digo no.
—¿Tiene o no tiene? —dijo el médico.
Yo negué con la cabeza:
—Qué va…

Luego, tras un inciso, anduvieron comentando entre ellos algo sobre que si la paciente vivía en un cuarto piso sin ascensor y no tenía asistencia a domicilio por no sé qué y no sé cuánto, mientras yo, ahora marginado e ignorado de pie en medio de la consulta, me recordaba subiendo las escaleras de la paciente con una bombona al hombro, las cuatro plantas sólo por ser escritor: ¿¡me harán subirla en brazos, subir a la paciente en brazos las cuatro plantas hasta su casa sólo por eso, por ser escritor solamente!? Yo ensimismado en medio de la consulta imaginando además —por despecho ante la pertinaz actitud de mi esposa—, que al llegar a lo alto con la bombona, o con la paciente en brazos (tanto monta), ejercía de butanero: yo el adúltero causante del mioma en su día o el rehabilitador del útero durante el postoperatorio.

Y así seguí allí un instante, inflamada mi conciencia por la divagación, hasta que de pronto la celadora se volvió hacia mí, me devolvió la tarjeta blanca con un par de instrucciones para la paciente y me dijo que podía irme.

—¿¡Ya está!? —pregunté con cierto alivio; aunque un tanto defraudado, he de reconocer.

La celadora le dio de nuevo un sutil repaso con la vista a mi bajo vientre, me miró a los ojos, benévola, y expelió con gravedad socarrona, casi melancólica, un escueto:

—Sí —pero con tal elocuencia que creí entender que apostillaba algo como: Qué se había creído.

Eso, me dije, lo que está pensando.

Todos sonreían cuando salí, tal vez se echaron una gran risotada al cerrarse la puerta de la consulta. Yo alejándome por los largos corredores del hospital con aquella vaga sensación, molesta aunque reparadora, de que, en efecto, y no podía ser de otro modo, aún así me habían extirpado algo. Yo expuesto a mis apremiantes elucubraciones sobre la necesidad de cortar súbitamente los correosos lazos de mi matrimonio y plantarme liberado en una prolífica neosoltería de escritor hecho y derecho: ¡ruptura!, ¡separación!, ¡divorcio! Yo reconociendo tristemente, en un tumultuoso debate interno, que lo más lejos que me permitiría llegar en tan emancipadoras convicciones, sería a proscribir la literatura: o sea, a poner el oficio literario a salvo de las ínfulas recaderas de mi querida esposa.

Ni que decir tengo —y es acaso lo único que me proponía transmitirles por medio de este prólogo— que el libro que tienen entre sus manos ha sido concebido en cafeterías. Sea ésta, con toda probabilidad, su principal particularidad en el conjunto de mi obra.


Guterina escribe relatos de ciencia ficción

Israel Centeno




A G (uterina) S



A Gilberto le temblaron los dedos de ambas manos al escuchar su nombre. Un temblor imperceptible. De incertidumbre y gozo. Puso el marcalirbos sobre la página abierta y cerró la novela de Agatha Christie; pensó, si tuviera una cartera de cuero de Mario Hernández, lanzaría mis lecturas folletinescas al fondo, es su lugar. Se levantó, alisó sus pantalones de lanilla y cruzó la sala de espera decidido y coqueto, dejaba caer una nalga mientras sostenía la otra tensa, arriba; caminó sobre sus zapatos borravino de tacón de aguja y punta muy fina. Los demás pacientes continuaron en sus asientos resolviendo crucigramas, enviando mensajes de texto desde sus celulares y alguno que otro, se mantuvo sumido en el vago estudio de las copias de obras famosas enmarcadas en listones rojos y dorados. El señor… Correa completó Gilberto y sin aguardar, al tiempo de cerrar la puerta a sus espaldas, tomó asiento frente a un escritorio mínimal. ¿Entonces?, el doctor Vivian dejó alargar el entonces antes de preguntar ¿usted ya está preparado? Vaya, vaya. ¿Puede mostrarme los papeles del Mormon Memorial? Claro, claro, tartamudeó el paciente, tenga usted. El doctor Vivian no era un médico circunspecto ni simpático, era un hombre sin ingenuidades y apenas abierto, parecía ser una máscara de su especialidad, abotagada de colágeno y botox, también usaba zapatos de tacón, los de él sí eran Mario Hernández, qué envidia, pero de punta en cuadro, discretos, casi rectangulares, el faldón romano con cierre en la parte anterior le daba la majestad de una sicopedagoga o de una ortodoncista; tomó el celular del escritorio mínimal y envió un mensaje de texto, de inmediato entró al consultorio una enfermera; era alta, cincelada por un maestro de la bioescultura, iba desnuda, apenas cubierta por un batín transparente y azul, delator de sus formas curvilíneas y asépticas. Sonrió sin gracia. ¿Cómo está usted? Se atrevió a preguntar Gilberto, ella, sin detenerse, fue al baño del consultorio y respondió con la fuente estupenda de una profusa meada, de inmediato salió y se tendió en posición de litomía sobre la cama ginecológica, sus piernas quedaban apoyadas sobre los talones, los muslos se flectaron y las nalgas infladas y redondas descansaron sobre el borde de la cama: Gilberto sintió su boca llena de saliva espesa, de baba. ¿Qué tendrá entre las piernas? A pesar de su decepción inicial, logró admirarse; la hendidura era bella, le nacía en el monte de Venus (completamente depilado) y caía sobre las estribaciones de la vagina; se corrugaba como un murmullo al accidentarse sobre los labios menores, era una sonrisa suave y sarcástica, la sonrisa del poder, nunca dulce, siempre hambrienta; el cuarto se impregnó de vapores de adrenalina, vainilla y alcohol. Páseme los guantes, requirió el doctor Vivian a la enfermera Gibelli. Ésta, sin abandonar su posición de abducida, estiró su brazo derecho. Sonriendo con frialdad, le alcanzó un empaque al galeno, él soltó un ruido; interior, tímida y corta carcajada, muy parecida al zureo de un palomo. Calzó los guantes en sus manos y al sentir la calidez del talco apretarse entre sus dedos carnosos y el látex, recordó su niñez cuando le robaba condones a su tío el farmaceuta y los soplaba: tienen almidón, solía repetir, los inflaba y dejaba escapar el aire a contraluz para ver el polvillo, lo aspiraba hasta causarse asma. El recuerdo fue estimulante, una arrebatadora erección desbocó su pene fuera del cierre del faldón romano. Dio un paso en diagonal y se colocó frente a la enfermera Gibelli, ella parecía aguardarlo en posición de recibir, sus pechos se habían cubierto de manchones rojos y unas gotas de sudor corrían entre los muslos y sus nalgas. Vaya, vaya, exclamó Vivian, con sus dedos cubiertos por el látex rosado, acarició los labios mayores de aquel saludable coño, separó un poco los pequeños belfos menores, auscultó la desembocadura de la uretra y el pequeño botón eréctil y dijo a su paciente, mire el vestíbulo; es perfecto, suspiró Gilberto. ¿Lo desea así? Con el dedo índice y el medio hizo presión en la parte posterior de la vagina. ¿Le parece flexible? No se fije en la longitud ni en la estrechez. ¿Le parece flexible? ¡Conteste! El doctor hizo entrar y salir los dedos, su pene embrutecido languideció mientras la enfermera Gibelli inundaba con sus jugos ambarinos la palma de la mano de su escrutador; está mojada, buena respuesta al estímulo, soltó por segunda vez la risa nerviosa; a) tomó el espéculo. Ella comenzaba a moverse, a retorcerse sin pudor; necesito un MP3, un Ipod, eso podría mantenerme más fría y concentrada en el trabajo, susurraba. Mejor así, muévase, muévase un poco más, así la requería el jefe y a Gilberto. ¿Me la puede sacudir? ¿Sin guantes? Échele mano nomás, bufó impaciente y su pene ya en franca retracción fue cubierto por la mano izquierda del aquejado, era zurdo y diestro en sus artes, revirtió el encogimiento, sintió cómo llenaba su mano y de inmediato haló hacia adelante, tiró hacia atrás, una y otra vez. Estamos a punto, muy bien, decía Vivian; b) introdujo el espéculo, lo giró, lo hizo entrar oblicuamente al plano horizontal y lo empujó hacia atrás, hasta el fondo, abrió las hojas y apareció el cuello uterino, rosa como el paladar de un hipopótamo. ¿Lo ve? Sí, ¿le gusta? Es un lugar perfecto, allí encontrará respuestas. No se detenga, sacuda, ¿qué espera? El médico estaba impaciente, comenzaban a dolerle los gluteos. Hágalo según lo acordado. Gilberto, luego de imprimirle un ritmo vernáculo a la paja, remeció sin sutileza como si tocara un tres por derecho, la verga de su tratante, la hizo espetar y se eyectó, comenzó a correr dentro del consultorio; los tacones sonaban, parecían castañuelas, escapaba de un latigazo vivo de semen; corría tras las sillas, entre los equipos de ultrasonido. La enfermera Gibeli levantó la corva, dejó caer las piernas, las plegó hacia su torso en rotación externa, sus pezones estaban por reventar, el silicón por estriar la piel, y cuando parecía perder el control vio que Gilberto, anhelante y sublime, se convertía en Trinity, la heroína de Matrix, corría por las paredes y largaba zancadas por el techo del salón, dio una vuelta de carnero justo al lado de una lámpara vanguardista y el cuerazo de semen hizo un circulo de fuego, en exacta sincronía, en perfecta ejecución gimnástica, en el momento justo, cuando el doctor Vivian retiraba el espéculo y dejaba dilatado, escandalizado, confuso al empapado coño, hermoso, grande y depilado, de la enfermera Gibelli; Trinity Correa se zambulló en él, y detrás de Trinity el aro de fuego, la fusión atómica; ambos golpearon dentro a una velocidad inconmensurable. ¡Yes!, gritó la enfermera. Culminaba casi la rutina maestra. Trinity y el cuerazo seminal, que luego de la fusión atómica se convirtió en Neo, rompieron las barreras del espacio y del tiempo, sus moléculas fueron desintegradas y teletransportadas a la cabeza de John Malcovich. John Malcovich estaba vestido de mujer y representaba en Brodway Off a Viviana Gibelli, bailaba tap dance, hacía crujir las tablas del escenario. Viviana o John Malcovich culminaban el acto final de West side history; ella cosechaba un verdadero triunfo teatral y Malcovich se aburría de la abundancia del éxito. El público se puso de pie, todos tenían el rostro de la actriz, y gritaban sobre los aplausos, John Malcovich, John Malcovich, John Malcovich. Se abrió la puerta del consultorio, la sala de espera estaba abarrotada y silente, la enfermera Gibelli asomó la cabeza; Guterina Grass, dijo. Era la próxima, una mujer que vestía overoles azules, escribía relatos de ciencia ficción y tenía la cara de mister Shit.


http://israelcenteno.blogspot.com/

Ida y vuelta

Henrique Lazo




El galeno camina hacia un gabinete, lo abre, toma una medicina y verifica el muchas veces verificado contenido y lo vuelve a verificar. Me mira sobre los lentes de leer y con una familiaridad poco habitual en la fanaticada británica, exclama: ¡Un tenor! Ya decía yo. ¿Por que no comenzó comenzando, joven?

¿Que edad tiene el artista? Ni idea, doctor. Con la sonrisa de quien ha cumplido lo que se ha propuesto en la vida, continúa: ¿que edad crees tú que tengo yo? Ni idea doctor. Tengo 68 años. Como dicen en tu tierra, negro que se arruga es porque se va a morir. Esta piel, que algunas veces ha sido motivo de horror y desprecio, para que tú veas, es perfecta.

Mientras el doctor escribe el récipe, recuerdo que hace menos de una hora caminaba hacia el puente de Waterloo a punto de cruzar el río Támesis para asistir en el National Film Theatre a la más reciente película de Luis Buñuel, que a la larga resultó ser su penúltimo suspiro; el último fue un libro.

Me detengo en un café de Covent Garden para amainar el frío con un guayoyo nórdico. De uno de los edificios cercanos al teatro, a pesar de la eterna garúa, escucho una voz que se me hace familiar. Es un tenor que ensaya el “Adiós a la Vida” de Tosca, y la identidad de la voz va apareciendo como la imagen fotográfica en una cubeta de revelado: es la voz de Alfredo Sadel.

En el café, mientras espero que termine el ensayo y la voz se haga amistad, converso con un compañero griego que es marxista para la discusión, pero a la hora de existir, disfruta entusiasmado de las atracciones de la sociedad democrática. Justo en la puerta del teatro abordo al cantor amigo y me explica que lo más importante en este momento es una audición que tiene al día siguiente y es una oportunidad que ha esperado toda la vida.

La suerte está echada. Mañana, la cita es en uno de los teatros más prestigiosos del mundo y sólo una cosa le preocupa: dormir bien esta noche. Viene de un viaje largo y se le ha trastocado el reloj del sueño. Necesita unas píldoras para dormir. El asunto es que no las venden sin una receta médica, y Sadel acaba de llegar a Londres y no conoce a ningún profesional. Le sugiero una idea.

Caminamos hasta la estación del metro de Covent Garden. El va hacia el hotel a darse un baño y yo voy rumbo a Highbury a convencer al médico de la cuadra para que me dé un récipe para poder comprar las grageas oníricas. Justo en la entrada de la estación, hay un atractivo puesto de periódicos que nos obliga a detenernos. Alfredo toma una revista deportiva en la que está Johan Cruyff en la portada y comenta que se parece a mí. Tú eres medio holandés, ¿no? Tanta cordialidad tendría su interrupción.

El encargado del puesto, un tipo grande de aspecto rudo con la barba descuidada, el cabello largo y con cara de hincha del Newcastle, trata de arrebatarle la revista a Alfredo mientras vocifera en un inglés apenas comprensible que “o te la llevas o me la dejas”. El tenor, con la calma que antecede a la tormenta, le dice que la está revisando y si le gusta, pues, la compra, y si no, la deja. ¿Cual es el problema? La insolencia no se hizo esperar. ¡El problema eres tu, bastardo!

Cumpliéndose el axioma de acción y reacción, Alfredo, con una mano, levanta por la pechera al susodicho y lo recuesta contra una pared, suspendiéndolo por unos segundos y, nariz con nariz, le pregunta por lo de la bastardía. El otrora hombre rudo se transforma en una barajita. Cuando ronca tigre no hay burro con reumatismo, reza un proverbio popular en Carora.

Aquí entro yo, al más genuino estilo de un árbitro de la Premier League. Separo a Alfredo del troglodita y apuramos el paso hasta la estación de Holborn. Alfredo se va a dar su baño por las dos actuaciones de la tarde, y yo, a poner en práctica el método de Stanislavski para convencer al galeno de que o me da las benditas pastillas o me lanzo al río. Quedamos en vernos en la entrada del teatro a las nueve.

El profesional de la medicina es nigeriano. Es el médico del barrio donde vivo y atiende sólo a los residentes de la comunidad. Me identifico y cuando se entera que soy venezolano comenta con orgullo que practicó su castellano con una venezolana, cuando pensaba, hace algunos años, ejercer en América Latina. No acepta mis alegatos porque un joven no necesita tabletas para dormir. Con un poco de ejercicio y un baño de agua caliente, aparecen las ganas. Luego de una infructuosa y extenuante actuación dramática, decido confesar la verdad.

Con la puntualidad inglesa y con las píldoras en la mano, encuentro a Alfredo en la puerta del teatro. Misión cumplida. Antes de que se me ocurra desearle suerte para la audición de mañana, me enseña que en el mundo del espectáculo no se desea el éxito, sino lo contrario para que, precisamente, ocurra el éxito. Mucha bosta es una expresión que viene de las funciones de teatro con mucho público, y por lo tanto, muchas carretas de caballos que dejaban su marca en las puertas de los teatros.

En el National Film Theatre, Luis Buñuel recibe una merecida ovación antes de comenzar la función del “Fantasma de la Libertad”. El cineasta español se hizo presente sin avisar, pero no se quedó para la función, porque prefiere ver sus películas años después que las ha hecho porque así siente que las hizo otro. Ya es de noche, noche de invierno. Alfredo prepara su sueño para mañana, y yo, por lo pronto, no paso por la estación de Covent Garden no vaya ser que el kioskero me anote un gol en el partido de vuelta.

Uniarthl@yahoo.com

Moscas sobre el mantel

Yoyiana Ahumada


El reloj marcó las 7:00 en punto de la noche. A esa hora en aquella casa, todos habían cenado; sólo ella permanecía en silencio delante de su plato. De nada sirvió que le hicieran caritas sobre el puré de papas como siempre.

-Me duele mucho la cabeza, decía arrugando el rostro.

-Ya te di dos aspirinas infantiles como dijo el Dr. Miranda, pero no sé qué otra cosa puedo hacer.

-Me hace bum bum bum, es como si tuviera a mi amiga René y mi amiga Manuela peleándose ahí adentro.

-Dios -dice la madre-, la cabeza te hierve, mañana a primera hora vamos al médico.

La casa parece en reposo; afuera el ruido de las cornetas, da paso a un asomo de silencio. De pronto un grito. “¡Ayyy, ya René deja tranquila a Manu, suéltale el pelo! ¡Ay, ay me duele, me duele!”



-¿Usted está segura de que la niña no se ha dado un golpe? -pregunta el residente al que hoy le toca hacerle el quite al Dr. Miranda que, para variar, está en un congreso.

-¿Golpe? Malena, ¿te has estado pelando otra vez con Manuel y Matías?

-No mami, son René y Manuela, están ahí. René agarró por los pelos a Manuela, y Manuela la pellizca, y están aquí, toque doctor.

El residente Domínguez, coloca su mano en la cabeza -una cabeza bastante grande- y siente una extraña protuberancia que lo lleva a retirarla de inmediato.

-¿La visión de la niña? -pregunta haciendo gala del estudio que acaba de culminar, justo la noche anterior-. A ver Malena, dime ¿cuantos dedos hay aquí? Y los dedos puestos en signo de la paz.

-MMM uno… y otro, dos doctor.

-¿Qué pasa doctor? ¿Qué tiene Malena? -inquiere angustiada la madre. El residente Domínguez, no sabe qué contestar a la madre. La mira, mira la cabeza de la niña. Se coloca un guante. La toca de nuevo pero esta vez hace presión. La niña emite un grito desgarrador. Y le quita violentamente la mano al intruso.

-¡Quita, le haces daño a mis amiguitas!

-Déjame ver tus brazos Malena, ¿te subes la franela?

La niña obedece, no sin cierta rabia, y descorre las telas que recubren sus brazos. En su gesto hay cierto pudor de niña que descorre la tela, pero también ardor, no del ardor de las mujeres grandes, sino de ese del que duele, con esa punzante presencia de los sentidos. El doctor, residente Domínguez, roza la epidermis angelical de Malena. Y no puede evitar descomponerse.

-¿Hace cuanto está así?

-¿Así, así cómo? ¿Cómo así, qué tiene mi hija doctor, por favor dígame?


-Señora, no sé como decirle esto….

-¿Qué tiene mi hija? ¿Qué le sucede?

-¡Ayyyyyyy, mami otra vez René y Manuela, están peleando, me duele, me duele, no me dejan quieta! ¡Me suena aquí, son ellas, son ellas, se gritan y se dicen cosas, feas!

-Señora su hija, pareciera tener todos los síntomas de la Ceguera de los Ríos u Oncocercosis. Para ser más claro, gusanos, su hija tiene gusanera.

-¿Qué? ¿Mi hija? ¿Mi niña? Ya sabía yo que Ud., no es más que un residente. ¿Cómo se le ocurre al doctor Miranda, dejar a un principiante en el consultorio? ¿Mi hija gusanos? Nosotros somos una familia decente, pero sobre todo limpia, ni piojos ha tenido la niña…

-Sé que es difícil de comprender, pero esos huevos los pone la mosca negra. La Ceguera de los ríos es una enfermedad producida por un gusano llamado Onchocerca volvulus, que ocasiona daños en la piel y puede llegar a producir graves alteraciones en los ojos, hasta dejar ciegas a las personas. Hay que operar de inmediato.

-Quiero otro diagnóstico, quiero una junta médica.

-La puedo complacer, pero por conferencia telefónica. A la niña hay que abrirla antes de que su cuerpo sea tomado completamente por muchas manuelas y renés, que cuando llegan a adultos, construyen unas casitas que ocupan, y allí se reproducen, exportando gusanitos pequeños a todo el cuerpo… ¡Señora, señora por Dios!

La madre ha caído al suelo, el joven residente intenta revivirla, y redimirla, con ella se desploma su vergüenza. En medio de su pequeña muerte, la madre ha revivido la epidemia de sarna de la que no escaparon ni ella, ni Malena, ni Manuel ni Matías, ni la chica de los Andes que limpia los jueves, y hace arepas los viernes y que no conoció el mar. La sarna copó la ciudad de Caracas bien entrados los años 70, y no distinguió entre La Charneca y el Country, hincó el diente y se acabó el caladril en la ciudad.

Domínguez mira a Malena que toca sus protuberancias con algo de cariño. Ha vivido con ellas ya hace un par de días y les ha tomado cariño. Son suyas, son Manuela y René, sus dos barriguitas, sus dos montañitas, que le arden y le duelen, pero que la hacen única.

La madre regresa del sopor y sus ojos están bañados en lágrimas.

-Siga doctor, debo saberlo todo.

Él le toma la mano con suavidad; es blanca y limpia, está bordada de venitas, las mismas que el se aprieta con el pulgar luego de hacer una intensa sesión de joggin o taebo y están allí latiendo, vivas.

–Cálmese, todo va a salir bien, hay que extirparlas…

-Siga, siga por favor, dígame más sobre la Oncocercosis

¿De verdad? ¿Quiere saber?

Su boca, la de ella, la madre, se dibuja como una “u” alargada; él presiente unos labios carnosos. Y una urgencia de su voz, la de él, deja salir su diagnóstico con la certeza de un cura diciendo la misa del domingo, sintiéndose médico cirujano, de planta pues, con su letrero que dice Doctor Domínguez, Infectólogo Pediatra.

-Cuando la persona llega a tener muchos gusanos en su cuerpo, se producen lesiones muy graves, como la pérdida de la elasticidad de la piel, sobre todo en la cara, las orejas y la región inguinal. Lo peor que puede producir la oncocercosis es primero dificultad para ver y, finalmente, ceguera total.

-Mami, se quieren salir de su bolsita.

Cae sobre su respaldar. Todos los movimientos se aceleran, la madre corre hacia la hija, el doctor hacia la madre, vuelve a rozar su mano venosa -como la de él-, sembrada y pulsante, como cuando hace clases de taebo. Él la sujeta cerca, hacia su pecho, sus manos, ahora unidas, son una sola selva de venas brotadas. De pronto nada existe, sólo esas dos manos, que se hacen una y colocan a la niña. Es la hora.



La niña yace en la camilla, los ojos abiertos desorbitados. Dopada, la anestesia la ha tomado por completo. El doctor regresa, se ha sacado la bata ensangrentada después de la extracción exitosa. La niña entreabre los ojos, sonríe y deja ver que está traumatizada. La madre se acerca un poco más.

-¿Cómo se siente mi niña?

-Doctor, ¿qué pasó con Manuela y René, puedo verlas?

La madre casi desmayada otra vez en una silla, le toma la mano a la niña, pero sin verle la cara, menos la cabeza. El doctor toma una pinza y extrae de un recipiente de vidrio un pequeño animal, aun no formado y ciego, con las patas en ciernes, con cuerpo de díptero. La niña lo mira con curiosidad cruel de niño. ¿Puedo llevármelo a mi casa? ¿Es Manuela o René?

-No podemos saberlo, son gemelas. Moscas Negras gemelas. Pero el peligro pasó señora -dice el residente Domínguez, dejando a un lado el petitorio de Malena-. Tengo que estudiarlas en el microscopio. Saber quiénes son.

-¿Puedo llevármela doctor?

Claro que puede, siente la niña, ellas las incubó, son sus criaturas, por varios días se alimentaron de su cuerpo, hicieron su casa allí al interior de su cabeza.

-La niña tiene que descansar, deberá cubrirle la cabeza con un pañuelo limpio preferiblemente lavado con cloro. Y observarla. Para la piel, hay que bañarla con manzanilla, aplicarle esta loción. Ella lo mira, descubriendo a su protector.

–Gracias doctor, gracias por sostenerme, por ayudar a mi hija.

-No deje de observarla.

-¿Puede haber más? Digo, más criaturas espantosas en su cabecita.

-Eso en realidad es un cabezón -espeta impertinente y precoz, muy residente el doctor Domínguez. En menos de un soplo, cae por el suelo su cartel de la puerta y de su seguridad frente a ella, a quien ha rozado la mano-. Quiero decir, que esos dípteros tienen la cabeza aun no formada, pero desproporcionada con relación a la superficie corporal.

-¿Se acuesta tarde doctor?

Un interés que va más allá del auxilio al especialista, se presiente en su pregunta. Al menos así lo siente él.

¿Puede darme su celular?

-04167393002.

Imagina su mano venosa, pulsando las teclas y él siente que ella lo pulsa a él. Ud marque, yo atiendo.

-Mami quiero llevarme a mis amiguitas.

La niña insiste con autoridad.

-La niña me llora y yo no puedo doctor, llora y yo me desarmo. La niña quiere los bichos.

-¡Son míos, son míos…!

La niña los mira, sus ojos son de un fondo abismal; se toca la cabeza recién abierta un poco más abajo. La mano, el brazo con la piel descubierta, la palma abierta, se estampa contra el recipiente cuyo nombre aprenderá la niña cuando le corresponda estudiar química. El recipiente estalla en pedazos y los bichos salen esparcidos por toda la habitación, la madre vuelve a desmayarse, el residente Domínguez la siente caer en sus brazos preparados para recibirla.

-Señoraaaaa.

Se deshace la madre en medio del pecho caliente y abrigador del residente Domínguez.

-Están dentro mío doctor, me pica, me pica el cuerpo…fuera, fuera…
Salgan de mí, no las quiero, no las quiero… ¡Quítamelas, quítamelas de adentro…!

Enseguida entra un tropel de médicos. Entre ellos el Dr. Miranda. La cabeza de Malena es un gorro de protuberancias. Malena corre a los brazos de Miranda, doctor.

-Mi niña.
-Yo las maté pero están ahí doctor, jugando al escondite. ¡Quítamelas, quítamelas!

Malena comienza a golpearse, los médicos la sujetan, la madre grita. Domínguez no sabe como calmarla.

Se la llevan.

Al día siguiente, Malena sale en los periódicos, le han extraído 33 huevos, de la cabeza, la espalda… Deberá dormir, es objeto de estudio. Se recuperará muy lentamente, no así la madre, su hija ha quedado preñada de moscas. En la casa no volverá a hablarse de ese episodio. Malena no volverá a tener la piel tersa, su vestido epidérmico se tornará arrugado, Domínguez frecuentará la casa de la señora, conocerá a Manuel y Matías, comerá las arepas de la chica que sólo va los jueves. Malena se volverá callada, y dibujará moscas sobre el mantel.

Cuerpo tatuado

Humberto Valdivieso

Imágenes: Sospechosa naturaleza en Chacao



I


Diálogos oscuros:

1. “- Las compañías que dejas olvidadas entre nosotros no son más que sombras.
-Aún así, todas dijeron sus oraciones alguna vez.
-Es cierto.”

2. “-No me mires, no puedo contigo.
- Sigue, mueve los labios y trata de augurar lo que la gente desea escuchar cuando va a morir.
-Hay pasos inocentes que no recorrerán esta calle una vez que amanezca.
-No tengas miedo, no viajes, no raptes, no digas frases imposibles.”

3. “-Hay un mandato que decidimos asumir...
- Sí, eso fue cuando dejamos de aullar los días de luna llena.
- Exacto.”

4. “- Ahora eres profeta y saltas por las azoteas de Chacao.
- Yo no soy como tú: me dedico a morder el lóbulo de las orejas a quienes van a morir de cáncer al amanecer.
-No puedes evitar lo que está escrito.”

5. “-Tienes alas y ellos están enfermos.
-Lo sé, tarde o temprano les llega su hora y debo hacer aquello que me corresponde.
-Lo que está escrito y sellado.”




II


Diálogo en el pretil:

-La mujer que vende santos cerca de la plaza y la iglesia, ¿sabes cuál es?
- Sí, abre las puertas de la tienda a las 9 am.
-¿Estás seguro? ¿Es ella?
- Es ella, nadie lo sabe pero tiene la espalda completamente tatuada.
- Pero…
- Ayer fue su última vez, no verá otro atardecer.




III


Decenas de cauchos están detenidos sobre el asfalto de la calle Sucre, los camiones de basura pasan de madrugada botando fuego por el hocico, las lenguas de los italianos cuelgan detrás de los cafés de las 5 pm, los que se cansaron del olor a frutas y pescado limpian las vitrinas, nadie mira el reflejo de la luz ámbar de Caracas sobre todas las cosas vivas y muertas. Hay tantas ambulancias que van y vienen, hay miles de cuerpos enfermos que no pueden sostenerse una hora más.



IV


En minutos sonarán las campanas de la iglesia, bajarán algunas santamarías, meditarán en el Pedregal, olfatearán cuerpos en el motel, lamerán las mesas de la Danubio, Iván Rojas asumirá el vacío entre sus lienzos y el alma de los desprevenidos dejará sus cuerpos por un instante. Danzará detrás de ellos, moverá sus no-movimientos frente a sus rostros, renunciará al susurro un rato y escupirá al suelo su no-aliento. “Ayer me encontraba entre ellos, hoy los busco en las azoteas agobiadas de latas, botellas, antenas, tendederos y ropa de mal gusto. Sé que ya no les queda tiempo y aún así nunca dejan de tener una razón para existir”.




V


Tomó el mismo cepillo de pelo y trató de pasarlo sobre sus canas. Apenas había luz. Después de bañarse se puso crema y estaba a medio vestir. Había un café sobre la mesa de noche, aún caliente. Junto a la taza había dejado la orden del médico para la tercera sesión de quimioterapia. Sentada al borde de la cama pensó en sus amantes de juventud y en los santos de su vejez. Las llaves de la tienda estaban en la cocina pues no abriría hoy. Cerró sus ojos a pesar de la penumbra para sentir el rocío de perfume que llegaba a su rostro mezclado con partículas de polvo. Minutos después la violenta luz naranja de la mañana pasaba entre las viejas cortinas y auguraba un amanecer rápido. Sintió frío y quiso ir hasta la ventana.

-Dejaste la sirena prendida, no puedo confiarte nada.
- No hemos dormido y ya ni sé lo que hago.
-Bueno, terminemos de bajar el cuerpo.
- Sí, sólo nos faltaba un muerto al amanecer.
-Todo ha sido extraño. ¿Te fijaste que tiene la espalda llena de tatuajes?
- Si, parecen viejos recuerdos.
-Parecen oraciones.
- ¿No sentiste cuando salimos como si alguien nos viera desde las escaleras?
- ¿Quién nos va a ver? Arriba sólo queda la azotea.
- No sé.

Farmacopea vital

Dakmar Hernández de Allueva




Récipe iniciático

Abrir los ojos. Camino al baño hay que prender un cigarrillo que depure la mierda y los excesos de la noche anterior. Un gramo de vitamina C para reforzar el sistema y ensanchar las venas. Agua, jabón neutro, litros de enjuague provital para cabellos recontrateñidos para que no desmaye el color. Frío, caliente, frío. Crema reafirmante, mirada escrutadora e implacable frente al espejo: garrapatear nervioso en la gaveta de la mesa de noche hasta dar con un par de cápsulas para las piernas y un comprimido para las uñas y el cabello. Secador en mano, hojilla supervisora de axilas y muslos entre media semana de sufrimiento a punta de cera caliente y a cuatro días de la quincena. Alisar, jalar, enrollar, alisar, sacar las cejas, frisar la superficie con cremas, prepararse para la avalancha de quitaojeras, base, corrector, creyón, rímel, rubor, sombras en polvo y crema, vapor de agua, papel tisú, más corrector, polvo compacto, volver, bajar, subir, sacudirse, sellar las puntas con silicona, jalar, enrollar, revolver, exprimir el rímel, delinear, rellenar y darle la espalda al espejo. Volver. La prueba de los dedos. Buscar luz cenital como madonna extraviada en iglesia barroca: ¿todavía es rojo?

Camino al ascensor tostada integral con queso Filadelfia, café colombiano descafeinado aderezado con dos capsulas de 120 mg de Fluoxetina, vitamina E y complemento desde la A a la Z.


Porca miseria

Cachito reguetonero para no soliviantar las ganas de joder al primero que se atraviese por tener que resignarse a perder la vida en una cola: motorizado, fiscal, camionero o peor aún, camionetero. Recoger, gracias a Dios, a Anita y a su respingada naricita exudando acetona vía a la ofi. Para cuando ésta se apea al batimóvil pareciera que va por la mitad del cuento y tras carcajadas, preguntas y respuestas, automatismo psíquico e innumerables interpolaciones inconexas, el argumento va más o menos así: qué cagada, es que todo anoche estaba tan ladilla que hasta las cervezas sabían a baba caliente, y es que claro, aunque yo andaba con ganas de cruzarme con un bichito malo, lo único que pude pescar anoche fue a un webon que además de loser sólo me aplicó un quickly así, sin preview ni nada ¡qué bolas! y sin posibilidades remotas de repetición en cámara lenta porque “no podía”, ah, pero la vaina no quedó ahí, porque después de unas cuantas rayitas se puso a cantar como mariachi sobre sus desgracias, sobre una bicha loca que le robó al hijo y lo bueno que él era y bla bla bla y yo pensaba por mal polvo es que te pasan esas vainas… y ahí me tocó el papel de terapeuta edipíca y terminé consolándolo, ¡hasta le hice cariñitos!.. Claro, hasta que el muy webon se puso todo paranoico y me dijo que su mujer lo esperaba en la casa, que me llamaría, que se tenía que ir. Y yo, marica, con las venas latiéndome en la cabeza… y ahora que lo pienso ni siquiera me acuerdo del nombre del carajo. ¿Que qué hice? Nojoda lo único que me quedó después de esa novela de Telemundo fue tomarme un cuarto de valium con dos cucharadas de jarabe y ponerme a ver Guerra de los mundos hasta quedarme dormida.


Un mundo feliz, pero sin epsilones, plis

Después de anotarte como pionera en las sesiones de botox, lolas certificadas de B. P con más de 350 cc. cero cicatrices; tatuarte las cejas, meterte los hilos en los pómulos, anotarte un par de lunares, mantener uñas acrílicas perfectas y tener un post-it en tu compu que te recuerde “tomar agua” todo el mundo te toma por sucedáneo de Viviana Gibelli y el baño se convierte en tu hábitat sin mayores explicaciones. A nadie le extraña que andes coronada de pepas y a ninguno de tus compañeros le genera suspicacia tu vigor, sonrisa empotrada y entereza laboral a prueba de jefes y secretarias mediocres. Con la figura, no; no es tan fácil: la única manera de conservarse bien buena sin dietas ni ejercicios es ser asistida por el crack, pero el imaginarme comprando esa mierda me resulta una imagen invivible y marginal en extremo surrealista. Además, me contaba una amiga modelo (ay pobrecita, ¿no?) que hay tanta demanda de crack en Caracas, que los jíbaros la venden mezclada con aspirinas, talco o cualquier vaina que les permita rendir las piedritas. Recuerdo que hace unos… bueno, unos añitos atrás, antes, antes de la preocupación por los kilos de más, bastaba tomar ropinol para dejar de cansarse, dejar de comer, dejar de dormir y lucir relajada y dispuesta para continuar la rumba: luego un cuartito de lexotanil para dormir sin sobresaltos. Ahora, el coctel de 40 mg. de Prozac con 5 mg de Vicodin mezclado con dos grageas de fucus con piña, envoplast con crema adelgazante con olor a algas marinas, cristales de sábila y ampollas de ceramide hacen el trabajo de mantenerme alejada del gimnasio, de la comida, los carbohidratos, de las dietas, de los trasnochos. Probé hacerme de algunas dosis bajas de metadona, pero el desinterés me parece la más fulminante de las actitudes. Durante mis noches, después de las máscaras revitalizantes, untarme de cremita y limar las uñas, miro el resumen de noticias de E!, me tomo un vasito de Cerelac y acudo a mi ángel de la guarda: 5 mg de clonazepán para conciliar el sueño y amén.

No, no es tan fácil volver al baño cada quince minutos. Para evitar los comentarios malsanos y las preguntas inquietas, voy y me retoco el maquillaje, me recojo el cabello, acomodo el envoplast, me ajusto la faja, me lavo la cara y me vuelvo a maquillar. Total, como dicen los expertos en la televisión: mientras no aparezca sangre asomándose por algún lado, no hay de qué preocuparse. ¿O sí?

Las piedras del doctor

Roberto Echeto ®



Ir al médico es una de las decisiones más incómodas que tenemos que tomar cada cierto tiempo. Aceptémoslo: es fácil decirles a los demás que vayan a verse esa hinchazón en el dedo chiquito del pie, ese dolor constante en los ijares o esa molestia en la espalda, mientras que, para cada uno de nosotros, resulta difícil tomar la decisión de ir al médico a que nos ausculte, nos pregunte por nuestros dolores, nos tome la tensión y nos mande una ristra de exámenes que, si no tenemos nada malo, terminan indefectiblemente con el célebre «Ud. debe cambiar su dieta, hacer ejercicio y controlarse la tensión con regularidad».

A uno le provoca salir corriendo, decirle al doctor que ni una sola comida sana ni libre de colesterol se parece, siquiera un poquito, a una lonja de jamón serrano, y que es preferible una existencia corta y feliz, acompañada por el siempre místico sabor del jabugo, que vivir entre yogures y fibras pichirres en voluptuosidad.

La vida de los médicos es rara. Se la pasan entre libros y enfermedades, entre láminas con dibujos horribles, radiografías de fracturas, coloquios sobre amputaciones, señoras estíticas con insomnio y tomografías donde aparecen tumores espinosos que los saludan y los invitan a pasar de una vez al quirófano, a ver si son tan machos. Eso sin contar con que los despiertan a las tres de la madrugada para decirles que el paciente que operó en la mañana abrió los ojos y se quejó en alemán.

—Ya… Ya va… ¿Qué?
—Sí, doctor. Habló en alemán y él, de broma, habla español.
—¿Pero no se habrá equivocado Ud.?
—No. Usted fue quien lo operó esta mañana.
—¿Yo?
—Sí. Y ahora habla en alemán. ¿Qué hago doctor? —El galeno quiso contestarle que se buscara un intérprete en Berlitz, pero en lugar de eso dijo:

—Ya va. Déjeme ir para allá.
—Doctor, aquí Freddy dice algo raro. Apúrese.
—Espéreme, por favor. Salgo inmediatamente.

Con los médicos pasa algo parecido a lo que pasa con los productores de televisión. Cuando todo va bien, el éxito es de los actores, pero cuando algo sale mal, la culpa es de los productores. Así, cuando la cirugía sale bien y el paciente se salva, gracias, doctor José Gregorio Hernández… Gracias, doctor San Judas Tadeo… Gracias, San Espartaco Santoni, pero cuando el paciente sale renco del quirófano o se muere, ya saben quién tiene que poner cara de circunstancia y contar lo que pasó.

Quizás lo expresado en el párrafo anterior sea una injusta exageración. Más de un médico de nuestro país ha recibido una o varias gallinas como retribución a sus magníficos servicios, ha sido nombrado padrino de los hijos de sus pacientes y hasta miembro emérito de la comunidad en la que presta sus servicios profesionales. Los médicos sufren y se sacrifican, pero también saben disfrutar de la vida; juegan golf, viajan, salen, van, vienen, se hacen de un capital y se vuelven socios de las clínicas donde trabajan, dan conferencias, prodigan salud y, de vez en cuando, ofrecen shows como el que ofreció una vez el doctor Brian Márquez O'Toole, un connotado cirujano plástico caraqueño, cuando le cayó a pedradas a la sede de una compañía de ambulancias porque uno de sus vehículos osó chocar el suyo y darse a la fuga.

Se imaginarán Uds. que el caso terminó mal… El doctor tuvo que pedir disculpas públicamente, pagar los daños que causó a la sede de la compañía de ambulancias y llevar él mismo su carro al taller, no fuera que aquel escándalo redundara en una merma en las prótesis mamarias que debía poner cada semana.

A propósito: ¿por qué si son dos, el costo de ponerse tetas siempre da una cifra impar?

Who knows?

Los médicos son la apoteosis de la civilización. A ellos (y a no hacer estupideces) les debemos la extensión de nuestra vida y que nuestras oportunidades para amar, ser felices y reírnos como locos se multipliquen.

¿O no?


http://robertoecheto.blogspot.com/

Nocturno en el quirófano

Natasha Tiniacos



Se acostó vestido con una bata blanca
y limpia, de un solo uso,
observaba el techo con la espalda recta
y le preguntó a la lámpara sobre la luz.

Apretó las sábanas, mordió sus labios
y orinó acostado por última vez.
No es un viajero habituado a las nubes
cargadas de lluvia.

Una mano blanda tocó su cuerpo
como un ciego en una habitación vacía
y exploró sus órganos en busca de un tesoro
entre las algas muertas.

Extrajo un pájaro de la garganta
y un caballo de cada pierna,
pero no pudo sujetar el corazón que se escurría
como gotas de mercurio.

Y en cada intento por atajarlo
se encorvaba un caracol,
entraba lentamente
un niño en la penumbra.


http://natasha-t.blogspot.com/

El trabajo del señor Benn

Juan Carlos Chirinos



A esa hora de la mañana, Berlín era la entrada de un hormiguero que acababa de descubrir un tarro de azúcar abandonado. Los robustos T de ruedas blancas pasaban veloces a los coches de los barones, y detrás de ellos los perseguía esa estela de ruido que se aleja, la misma de la que el señor Doppler ha dado enjundiosa razón en sus escritos, explicando que el sonido se distorsiona a medida que se aleja de nosotros a trescientos metros por segundo, como afirman algunos. En todo caso, el ciudadano berlinés que se dirigiera andando a su trabajo debía poner especial atención a estos detalles (caballos, motores, pistones, floreros, frutas, mensajeros) si es que no quería sufrir algún percance que distorsionara, quizá definitivamente, la rutina de su vida.

El señor Benn estaba conciente de que el más mínimo descuido marcaría la gran diferencia entre la cotidianidad y el espanto; y él sabía muy bien a dónde enviaban a los que, aún románticos y ajenos al progreso de este gran país, entregaban irresponsablemente sus cuerpos a la calle, como sacerdotisas de una antigua civilización.

—La distancia entre la lozanía y el detrito es más pequeña de lo que solemos creer, —cavilaba el señor Benn, mientras avanzaba con paso seguro, elegantes sus zapatos de charol, su bastón pendulante y el sombrero bien ajustado para conjurar las travesuras del viento—: La señora de las sombras acompaña nuestras acciones y, aunque jamás tiene prisa por atraparnos, sabe que tarde o temprano daremos ese paso en falso que nos arrojará a sus brazos, ese lugar que es descanso y paz, y misterio y agonía.

Porque el oficio del señor Benn consistía en abrirnos en canal cuando nos tocaba.

Curioso desde niño, siempre quiso saber cómo eran las cosas por dentro y por fuera, bajo el agua y en el aire, en movimiento y en reposo; tanta era su curiosidad, que la familia tuvo la alborozada esperanza de que el Creador les había enviado un ser especial, uno que emularía las hazañas de míster Darwin —«¡ese greñoso inglés!», se quejaba la abuela, devota del káiser—, superándolo para gloria del imperio. Se lo imaginaban surcando los siete mares en uno de los acorazados de la Armada, recogiendo pruebas de que la misericordia del Todopoderoso había pasado por este planeta y nos había dejado infinitos dones para nuestro deleite. Tal como dos siglos antes el barón de Humboldt había dejado constancia del valor de su genio, así el pequeño retoño de la familia Benn se convertiría de mayor en el nuevo explorador, el Marco Polo bávaro que le faltaba a la gloriosa estirpe germana.

La curiosidad fáustica del niño, sin embargo, sufrió un día una perversa distorsión.

Descubrió que, si le arrancaba la cabeza a una cucaracha, sacaba al mismo tiempo sus tripas con las que pasaba gozosas horas de observación entre las entrañas de tan obstinado animal. Esa remota mañana en que su maestro de Ciencia Naturales lo sacó del Edén de la infancia, el señor Benn se convirtió en una nueva clase de curioso: El curioso de la morgue.

¿Qué habría ocurrido si esa mañana una gripe de primavera hubiera obligado al joven estudiante a permanecer en la cama bajo los mimosos cuidados de la madre y de la abuela? ¿Quizá las vidas de 50 millones de almas se habrían salvado, o la entrada hacia el centro de la Tierra ya no sería un misterio? ¿Cómo habría sido el curso de la Historia si esa mañana, camino del colegio, las patas gordas y nerviosas de los caballos del conde hubieran destrozado su tierna cabecita, para desgracia de las mujeres y alegría de las cucarachas? Nunca se sabrá, caviló el señor Benn mientras abría las puertas de su despacho, donde los muertos lo esperaban, reposados en las cámaras frigoríficas, allí donde, paciente, el bisturí filoso ansía el contacto de sus manos para, juntos, horadar el vientre hinchado de algún niño atolondrado que no entendió que los caballos son animales aprensivos y no se llevan bien con los motores que construye ambicioso el señor Ford.

—Pero nunca se sabe cuándo caeremos en los deliciosos brazos de la señora de las sombras, —murmuró el señor Benn mientras deslizaba la punta de su instrumento por la T dibujada en el vientre del muchacho muerto, y antes de descubrir el nido de ratas recién nacidas que horadaron las paredes del estómago y ahora dormían, inocentes, apoyadas en el bazo—. Cada cuerpo es un universo particular —declaró satisfecho, y continuó con su trabajo, ajeno al escándalo de Berlín por las mañanas.


http://juancarloschirinos.blogspot.com/

El conductor de la ambulancia

Maria Dolores Torres



En estos días, sintiéndome como una rata a punto de morir en una cloaca con lo que al principio supuse un virus gripal, decidí llamar a Rescarven por aquello de que ahora no le venden a uno antibióticos sin récipe (no lo critico, pero a veces jode). No voy a contarles con demasiado detalle la agonía telefónica que todos ustedes deben conocer si han intentado contactar a alguien que trabaje en una empresa ocupadísima con central telefónica. En ese trámite se me fue más de una hora entre música de centrales, grabadoras diciéndome que ya me atienden, un doctor que me toma la historia y me va a pasar al médico, otros quince minutos para que me atienda un pediatra por equivocación, hasta que por fin me atendió la persona que decide que sí, que mi caso amerita que me manden un médico a casa.

El grupo de tres: doctora, paramédico y conductor, llegó una hora después de mi llamada. No está mal para estar en Caracas. Ella, la doctora, me examina, me ausculta y decide que tengo una infección respiratoria, que aunque no amerita nebulización, si hace falta unas medicinas intravenosas y otras inyectadas en la nalga.

Hace unos meses, había tenido la espantosa experiencia de un paramédico de Rescarven que me inyectó en la nalga un relajante muscular y me dejó una bola intramuscular que me duró al menos 4 meses y la nalga insensible al tacto, pasando luego la insensibilidad al muslo, donde aún permanece. Visto lo cual, le digo al paramédico que cuidado cómo me inyecta porque su colega pasado me dejó una pelota de beisbol en la nalga. A lo cual el conductor, un señor mayor, me dice que esa vez tuve suerte porque el que me inyectó jugaba beisbol, pero que éste que me va a inyectar ahora juega futbol. Ahí, con esa simple muestra de humor tan típica y agradecida de nosotros los venezolanos, se me relajaron todos los músculos del cuerpo y enseguida empecé a sentir mucho mejor.

Mientras me pasaban el medicamento intravenoso, yo, que converso hasta con las piedras, logré una tertulia a cuatro de lo más amena. Pasando por la historia de la médico y su pasantía rural en La Guaria y cómo estaba ahorrando lo que le pagaban en esta compañía para luego hacer su postgrado, los problemas de ortografía del hijo del conductor -porque es que él no lee y esa es la única manera de aprender a escribir-, la petición del mismo de que le hiciera una foto pero que lo arreglara con Photoshop -tampoco es que me vayas a poner demasiado pelo y dejarme la cara lisa, lo que quiero es verme un poco menos feo- , hasta el momento en que, como todas estas tardes, el cielo empezó a ponerse negro caraota amenazando con una de esas mega lluvias vespertinas y anunciando la consabida súper tranca del tráfico en esta ciudad infierno.

¿Y entonces? -preguntó en conductor a sus colegas-. No vamos a poder salir de aquí si empieza a llover porque nos asignaron una unidad sin aire acondicionado y así no podemos trabajar. La doctora opina que pueden quedarse a pasar la tarde en casa, que mis sofás se ven muy cómodos y podemos poner una película. El paramédico divisó el chichorro enrollado en la pared y lo reservó para él. Yo les hago cafecito y los arropo –agrego porque me pareció estupenda la idea. No hay nada más nocivo que salir en Caracas bajo la lluvia, sobre todo si uno tiene que ir a salvarle la vida a alguien.

Terminó de pasar la intravenosa, el paramédico me inyectó en la nalga sin mayores consecuencias, la doctora me entregó el récipe para el tratamiento completo, y todos aprovecharon que las gotas estaban apenas comenzando -anunciando el diluvio-que vino después-, y se despidieron de mí como si fuéramos amigos de siempre. Riendo, jodiendo y a tomar de nuevo el camino al trabajo.

Yo me sentí mucho mejor después de que se fueron. No sé si fue lo que me inyectaron o si fue el darme cuenta de que a pesar de todo lo que estamos viviendo, el venezolano sigue siendo único y lo que nos mantiene vivos es el sentido del humor. Recemos, sí recemos, para que eso nunca nos lo quiten.

¿Alguno de ustedes se imagina a los paramédicos americanos del 911 reservando el chinchorro para dormir una siesta mientras pasa la lluvia?


http://mariadolorestorres.blogspot.com

Consejos y curas para males comunes

Enrique Enríquez



Dedicado a Alberto Magno


En su libro "Psychotherapeutic Metaphors: A Guide to Theory and Practice", Philip Barker propone ocho tipos de metáfora:1) Historias mayores, o mitos. 2) Historias menores, o anécdotas. 3) Analogías, símiles, y comentarios metafóricos breves. 4) Metáforas de relación. 5) Tareas o rituales. 6) Objetos metafóricos. 7) Metáforas artísticas. 8) Terapia con cartoons.

Aunque tengo mis dudas sobre la pertinencia de algunas de estas categorías, me interesa en especial la número cinco: "tareas y rituales como metáfora"; pues en mis conversaciones con un amigo sangoma (los sangomas son los chamanes de Sudáfrica, no muy distintos a los babalawos), llegamos a la conclusión de que, si dos sangomas curan la misma enfermedad con hierbas diferentes, que comparten únicamente un carácter simbólico, es entonces la metáfora lo que activa en la mente ese proceso de transformación que llamamos "curar."

Lo más parecido a esta idea que uno pueda encontrar en el maistream contemporáneo es el trabajo de Alejandro Jodorowsky; si bien la aplicación occidental de estos principios, presentes en la magia de todas las culturas tradicionales, y centrados en el uso de la metáfora como un método de sugestión indirecta, fueron desarrollados extensivamente a finales de la primera mitad del Siglo XX por Milton Erickson.

Inspirado en todo esto, aqui les dejo estas pequeñas píldoras sin récipe para su Botiquín de Primeros Auxilios Literario:


Para los que sufren de baja auto-estima

Contrate a un cirujano y a un artista del tatuaje. El cirujano debe practicar una incisión para dejar el corazón al descubierto. Entonces, el tatuador debe tatuar en el músculo cardiaco el logotipo de Mercedes Benz. Se sutura y se convalece el tiempo necesario.

Es infalible.


Para que los senos se vean más grandes

Lo primero que debe hacer una mujer que quiere que sus senos se vean más grandes es conseguir el dinero para una cirugía, en efectivo. Parte de ese dinero la utilizará para contratar un estudio de sonido y a su locutor de radio favorito. Una vez en el estudio, le pedirá al locutor que describa meticulosamente lo que le sucede a un kilo de garbanzos cuando se dejan toda una noche en agua.

Queme un CD con esa narración. Escuche este CD todas las noches hasta quedarse dormida. (O dormido, si quien lee esto vive en Brasil).

El resto del dinero se lo entregará a un niño de la calle, sin dudar ni decir palabra.



Para bajar de peso

Para bajar de peso se comienza la dieta que esté de moda, no importa de qué se trate. 24 horas luego de comenzarla, vístase con ropas que sean una talla más grande que la suya. Comente a todo el mundo que la dieta es un fenómeno, porque la ropa le queda bailando.

Incremente progresivamente la talla de su ropa, y siga con la dieta, procurando hacer mucha alharaca una vez por semana respecto a su evidente baja de peso.


Para librarse del Mal de Ojo

La gente nos maldice diariamente con frases pasivo-agresivas tipo "te ves estupenda para tu edad", "joven artista", "No estás nada gorda, para lo que comes", "¿Seguro que vas a ir vestido así?", "ella tiene tantas ilusiones, pobrecita..." etc. Esas maldiciones se alojan en nuestros espíritu y se alimentan de nuestra inseguridad, amargándonos la vida y dándonos permiso para fracasar. Esto se puede evitar de una manera muy sencilla:

Lleve siempre en el bolsillo derecho del pantalón, o en la cartera, un puñado de caramelos de fresa. En cuanto usted detecte que alguien le maldice, saque un caramelo y ofrézcalo diciendo: "¡Chúpate este caramelo!" No haga alusión alguna a la maldición, ni trate de razonar con la persona. Lo más probable es que ella misma no sepa que porta el Mal de Ojo.


Para lograr la paz en la pareja

Para solucionar cualquier problema de pareja, hombre y mujer deben dibujarse mutuamente un pájaro y una jaula en el pecho. Antes de dibujar, ambos deberán decidir primero quién lleva la jaula, quién lleva el pájaro, y por qué.


Para deshacerse del odio

Si se odia a una persona, uno debe dedicar cinco minutos cada mañana a pensar intensamente en ella, mientras se sonríe frente al espejo. En cada una de estas sesiones, copie su propia sonrisa siete veces con lápiz sobre siete trozos de papel. Este procedimiento se repite por veintiún días, luego de los cuales se toman todas las sonrisas y se encuadernan en un hermoso libro.

Tome este libro y déjelo subrepticiamente en la mesa o escritorio de la persona odiada, con una nota pegada en la portada que diga: "Pusiste una sonrisa en mi rostro. ¡Gracias!"


Para abrirse camino

Embale sus pies cuidadosamente con plástico de burbujas del que se usa en las mudanzas. Una vez embalados, póngase un par de zapatos rojos. De trece pasos lentos, y luego, conforme el "¡crack!" de las burbujas vaya mitigándose, incremente su velocidad, hasta salir corriendo.


Para acabar con el acné

Cuando nos empeñamos en ser bellos, la cara nos explota.

El primer paso para curarnos de algo consiste en replantar la relación que tenemos con la enfermedad. El acné se cura en tres días. Para hacerlo, basta simplemente con vencer nuestro deseo de belleza. Esto se logra mordiendo un brócoli cada mañana. La persona, hombre o mujer, debe morder un brócoli, cuidando de que le queden trozos verdes entre los dientes. Así debe salir a hacer su vida, tratando de sonreír lo más posible.

Casi instantáneamente la presión de los granos en la cara se hará menos apremiante. Al cabo de 72 horas, el acné se volverá indetectable.


Para conseguir marido

La mujer soltera tiene un aura hambrienta, que es percibida por el inconsciente del hombre, activando en él toda suerte de alarmas. Por eso, ella debe buscar un símbolo más fuerte que su hambre, para eliminar las resistencias del hombre y hacerle sentir a salvo. Este símbolo es el anillo de matrimonio. La mujer soltera que quiera conseguir marido debe portar uno en el dedo, y hacer su vida social tal como si en efecto, en su casa la estuviesen esperando. A través del anillo, la mujer soltera debe manifestar una saciedad de afecto, una sobre abundancia de pasión, y cierto desapego por los varones que la rodean.

Eso la hará irresistible.


http://www.enriqueenriquez.net/



Mi Doctor Favorito

José Javier Rojas



Suicide is painless,
It brings on many changes,
And I can take or leave it if I please




Dos helicópteros se acercan a la explanada volando muy bajo entre la agreste cordillera coreana. Los altavoces alertan al 4077 de la inminente llegada de heridos, y cinco atractivas enfermeras en ropa de campaña corren prestas a su encuentro entre el viento y la polvareda que levantan los rotores principales en su aproximación final. Los hombres evacuados del frente son recibidos por el personal médico en tierra que se cuida del peligro de las aspas giratorias caminando muy doblados sobre el lodazal del improvisado helipuerto. Un hombre preocupado, vistiendo una camisa hawaiana y gorro de golfista, hace el triaje evaluando la gravedad de las heridas. Las camillas son bajadas de la colina hacia el hospital sobre unos jeeps que hacen de improvisadas ambulancias.

El hombre preocupado vestido de civil se llama Benjamín Franklin Pierce. Pero todos en el 4077 lo conocen como Ojo de Halcón. El curioso sobrenombre se lo impuso su papá, un lector fanático de El último de los mohicanos, la celebérrima novela de Fenimore Cooper. Ojo de Halcón es un dotado cirujano de Nueva Inglaterra reclutado por el Ejército de los Estados Unidos para prestar servicio durante la Guerra de Corea en un hospital militar móvil o M*A*S*H, por sus siglas en inglés. La primera vez que el mundo supo de él fue por un libro que publicó el doctor Richard Hooker en 1968. Luego, la fama del doctor Ojo de Halcón creció gracias a la interpretación que Donald Sutherland hizo del personaje en la película dirigida por Robert Altman, en 1970. Más tarde, y montada en la ola favorable a la película antibelicista en plena Guerra de Viet Nam, la serie M*A*S*H duraría en pantalla hasta entrados los años ochenta gozando durante una década sólida de la preferencia de público y crítica debido, no en poca medida, al talento y los buenos oficios de Alan Alda como el responsable de darle vida a nuestro doctor favorito.

La tradición de retratar médicos en la ficción es tan larga que es un subgénero en sí mismo que abarca y acapara hace rato radio, cine y televisión, además de best sellers de supermercados y aeropuertos. Piense por favor en Albertico Limonta, el doctor Valerio de Por Estas Calles, y en la serie que tiene un efecto Prozac en su pareja, Grey´s Anatomy. Entienda ahora por qué a la gente que se dice seria le cuesta tanto tomarse en serio a dicho subgénero. Pobres ellos, que se lo pierden y no se la llevan con sus parejas. Hay que reconocerles que tienen razón en algo: hay una sobre oferta tóxica de doctores de ficción. Abundan los doctores de mentira, tanto, que incluso en la vida real los hay a espuertas. Ojo de Halcón es el baremo con el que los mido.

Iconoclasta, mi doctor favorito se rebela contra la pomposidad de los métodos militares y su asfixiante burocracia. En su barraca, tiene un alambique a la vista de todos para destilar los martinis más secos alrededor del paralelo 38. Suele practicar tiros de golf enfundado en su bata de baño, y cuando el clima lo permite, en boxers. No saluda como no sea con una sonrisa llana y un franco apretón de manos o con un sarcasmo a los oficiales que le exigen pleitesía marcial. Para ellos solo tiene el desdén de la inteligencia por la fuerza. Amigo entrañable que gusta de gastarles bromas a las enfermeras cuando no las está conquistando, es también un hijo devoto que le escribe cartas a su padre desde el frente. Mi doctor favorito se afana por igual con todos sus pacientes sin importar que algunos puedan ser parte del "enemigo" que él aborrece combatir. Para Ojo de Halcón todos somos, incluido el personal médico, víctimas de una guerra absurda: hombres, mujeres y niños atrapados por la máquina de matar gente que los políticos insisten en seguir construyendo para destruirnos.

La fragilidad que Alan Alda le insufló a Ojo de Halcón es su principal fortaleza. Mi doctor favorito no me cautivó por su habilidad comprobada en el quirófano para salvar vidas incluso bajo un incesante bombardeo o por su capacidad para burlar todas las regulaciones del reglamento y salirse no siempre con la suya.


Mi doctor favorito está lleno de derrotas, de neurosis y de miedos, como yo. Ni siquiera quiere estar aquí, en medio del infierno, asistiéndome. Mi doctor favorito es un hombre que intenta hacer lo correcto.

Es un buen hombre, a pesar de todo.

Si alguna vez los atiende, denle las gracias de mi parte.

La niña tres piernas

Mario Morenza




Diciembre 01
Renuncia a todo, cada vez es más ácido. Mi mundo es un ladrillo, como en el que habita una cucaracha. Un mundo áspero, arcilloso, que te hacer resbalar. Casi siempre resbalamos dónde estamos acostumbrados a pisar. Por lo general las zancadillas nos las propinamos nosotros mismos. Parezco un trípode. Los que saben de mí han pronunciado más el abominable epíteto: La niña tres piernas. Me llamo Consuelo. Qué irónico llamarse así. Perdón, querido diario, quise decir: qué absurdo llamarse así y no haber experimentado, en práctica, sensorialmente, la dimensión que denota mi nombre. Renuncia a todo, cada vez es más ácido. La niña tres piernas. Ya casi cumpliré quince años. Sé que nadie bailará el vals.

Diciembre 02
Lo único bueno que tengo dentro de mí, no son las piernas para exportar, sino mis ideales que, al fin y al cabo, es lo único que queda. Pensar y pensar, es lo único que queda hasta que a uno se lo comen los gusanos. Somos eternos mientras nos creemos que somos eternos. He sentido siempre una gran fascinación por la derecha. Irrazonable. Tengo fotos de Franco. De Hitler. De mi adorado Pinochet, que la estúpida comunista punketa del bloque, le llama Pino-shit. Me harta la gente que tiene ideales insulsos, y no sabe lo que crítica. Desde mi ventana puedo conquistar el mundo. Siempre lo he dicho: tengo una pierna izquierda y dos derechas: una para caminar y la otra para darle una patada en el culo a cualquier comunista que se me atraviese. Nada es más gratificante que ser el emperador de tus facultades. Ser emperador hasta que la muerte lo sorprende a uno. Cada segundo que pasa es más probable. Renuncia a todo, que cada vez está más ácida.

Diciembre 04
Ayer estuve todo el día en consultas médicas. Cuando volvía, vi el vientre abombado de la cachifa del B-2. Ya, con el que viene en camino, serán cinco. ¿Hasta cuándo la procreación irresponsable? Un gobierno serio impediría esta clase de atropellos a la dignidad humana. El crecimiento incontrolado de la población traerá más y más miseria. Si no puedes criar a un muchacho con todas las comodidades cómo hacerlo con cinco. Tendremos que empezar a amarrar piernas. O todo se trata de un plan secreto. O tal vez las madres de hoy día, las que tienen posibilidad de ser madres, tienen un plan: Cuando la muerte esté muy cerca de ellas, cuando se presuma su sorpresiva llegada, ser transplantadas al cuerpo de alguna de sus hijas, ésa, la elegida desde el nacimiento para ser el futuro cuerpo en el que se prolongarán los días.

Diciembre 08
La gente se me queda viendo en los Centros Comerciales. Caminé por Sabana Grande. Mi marcha empezó en la Plaza Brión de Chacaíto. Los niños me miraban como a un duende. Mi avance es un balanceo. En carnavales también me paseo por allí. Piensan que estoy disfrazada. En Caracas la gente no sabe disimular. En ninguna época ha sabido disimular. Ni siquiera en las festividades. En las temporadas altas la gente se vuelve más hipócrita. Te miran y cuando se siente el enjambre de ojos pellizcándole a uno la piel, se espantan con tan sólo otra mirada en respuesta, todas las retinas vuelven a lo suyo, sin importarle que un monstruo con uniforme de liceísta merodee lugares públicos. Hay países en los que quedarte mirando a alguien por más de cuatro segundos es una grave falta de respeto. Nadie, en el fondo, quiere ser foco de nadie. Ni siquiera a las personas que más cerca están de ti, las que te brindan consuelo, pues siempre terminan por darte la espalda o por que se las coman los gusanos. La eternidad de uno se acaba cuando es olvidado, y, por lo general, ocurre en vida y sorpresivamente.

Diciembre 10
En la panadería Los Primos me tratan como a una cliente más. Incluso, con cariño. Es un afecto heredado. Mi familia ha sido cliente de ellos por décadas. Me conocen desde chiquitica. Mi hermano, cuando me paseaba en coche por Coche, me exhibía como si yo fuese una pieza de circo. Hoy la pieza de circo no es la misma. Los testigos siguen siendo los mismos. En la Historia de la humanidad, el papel del testigo es el que más se ha repartido. En la Historia de la humanidad el 99.99999% de la población actúa de extra, sin importar que sea simultáneo o anacrónico a un hecho cualquiera registrado.

Diciembre 11
Hay lugares específicos donde la dignidad humana se pierde. Uno de ellos los avizoré ayer: En las jaulas de fenómenos de circo. La gran mayoría tienen su vitrina en la televisión. Sobre todo en esos programas donde la gente va a contar sus problemas. El otro día transmitían uno de siameses. Los hermanos iban a restregarle su miseria a la humanidad ante las cámaras. Lloraban y hablaban sobre sus contratiempos entre tajada y tajada de problemas que sólo les debe incumbir a ellos. Como si a la gente le importara cómo hacen para ir al baño. Sólo una mente enferma se interesaría por esos detalles tan íntimos. Así he vivido toda mi vida. Con tres piernas. Una más que la gente común. Respiro. Pienso. Camino. Quién es un humano para decir qué es normal y qué no. La última vez que fui de consultorios médicos, ingresé a un piso en el hospital que parecía un manicomio, no sé si llevada por una serie de casualidades concatenadas o por mi instinto de hurgar en dolores ajenos para sentirme un poco más en armonía. Me asomé al pasillo y, al fondo de éste, había un balcón. Allí estaban agrupados cinco o seis pacientes que miraban atentos al espectáculo de la calle. Pensé que, para ellos, la avenida y las aceras eran una forma de libertad, una libertad pavimentada en la que podían desplazarse y darse el lujo de resbalar cuando esos mundos horizontales compuestos de petróleo, arena y cemento se les hicieran insoportablemente comunes.

Diciembre 13
Mañana me tengo que despertar a las seis y media. La segunda cita con el psiquiatra. Le llevaré estas hojas que transcribo. Además de los medicamentos que me recetó, tenía que escribir un diario. Lo que me saliera. Poco a poco he destilado bolserías de cualquier tipo. Mañana, ya veremos, ya veremos. La impresora de mi casa se ha vaciado de tinta. Se desangró. El piso chamuscado de negro. Como si le hubieran metido un tiro a la libertad de los pacientes. El color de la sangre de las alucinaciones debe ser del color de nuestro petróleo.

Diciembre 14
Dormí la siesta. Una siesta prolongada. Por lo general, descanso de una a tres de la tarde. Esta vez dormí hasta las cinco. Recuperé horas de sueño. No he dormido bien en las últimas noches. Una semana para ser exactos. Cuando tu mundo es regido por estados de insomnio, el papel de testigo del fluir de la Historia se agudiza a tal punto que el vuelo azaroso de una mosca se equipara con una gesta napoleónica o con acumulaciones de mugre en mis uñas. Mi psiquiatra leyó atento lo que había escrito los días anteriores. Me recomendó regularidad. Que lo hiciese todos los días, aunque fuera una palabra. Una frase. La próxima semana iré de nuevo a visitarle. En su lectura, pude notar amagos de risa. Igual, no hubiese sido inoportuna en ningún modo. Hubiera relajado el ambiente impregnado de caoba y el lúgubre pavoso que da la acumulación de carpetas e historias clínicas. El aire a renuncia aleteaba y se iba a pique, aleteaba y se iba a pique.

Diciembre 15
Hoy contesté el teléfono. Fungió de reloj despertador. Era la tía de Fabiana. Mi compañera de clases. Al escuchar su voz, colgué. Tal vez escuchó mi respiración, mi aliento, en la desembocadura de su auricular, mi aliento aletear e irse a pique. Tal vez sintió el miedo. Un miedo que le corresponde a ella sentir. El terror y el suspenso son dos cosas muy distintas, y es normal que la gente común y corriente, que piensa común y corrientemente las confunda. Alfred Hitchcock lo define muy bien. El fin de semana lo vi en un documental que televisaban. El terror era una conversación y las palabras cayendo sobre una mesa, y debajo de la mesa, una bomba a punto de estallar y los testigos de la explosión saben lo que se viene, los dueños de las palabras no. La tía de Fabiana escuchó el latido de la explosión. Esas son las consecuencias de enseñarle a los sobrinos malas mañas.

Diciembre 16
Hoy me entretuve haciendo listas. Listas de todo tipo. De las canciones que más me gustaban. De la gente que conocía y la que me gustaría conocer. De mis dictadores favoritos, aunque esta última se me hizo fácil gracias a la cantidad de afiches de mi habitación. Pensé en que un día secuestraría Estocolmo y a todos los que se encargan de elegir los premios Nóbel. Su libertad a cambio de una categoría más. El premio Nóbel a la renuncia.

Diciembre 17
De los balcones de Bloque 5 brota nuestra bandera ladeada. Arrugada. Algunas con seis estrellas. Otras con cinco. Eso pasa cuando la Historia no se entreteje bien, se descosen los símbolos que fuera de ese azul o de ese amarillo, no significan nada. Si colocáramos otro escudo a la derecha de la franja amarilla de nuestra bandera, se pintaría un rostro triste, la comisura de una boca que hace puchero, esa alineación cóncava de nuestras estrellas cristianas de cinco puntas. Sólo somos capaces de ver con lo que nos protegemos, con nuestros escudos. Somos testigos absolutos cuando nuestro instinto de defensa es serio. Dos ojos a la bandera, dos escudos.

Diciembre 18
Nada. He existido

Diciembre 19
Renunciar a ciertas cosas vitales es un viaje amargo, es como ir de Maturín a Mérida lamiendo las axilas de un desconocido.

Diciembre 20
La rutina es una biopsia a la existencia. Con filmar sesenta minutos de una persona, puedes concebir el pasado y el porvenir de la persona filmada. Los gestos se convierten en un diagrama de la personalidad.

Diciembre 21
Definitivamente hay espectáculos de la vida en los que yo no formaré parte.

Diciembre 22
Ahora, quién es la testigo. A veces sueño que en un lugar de tres piernas no tengo ninguna. Quién mejor que yo para entender equilibrios. Mañana arrancaré afiches. Creo que los ídolos del rock me dan más fe. Mañana arrancaré estrellas. El diecisiete de diciembre el balcón del F-6 no se manchó con ninguna bandera.

Diciembre 23
Los pueblos del mundo sólo alcanzarán La Paz yendo a Bolivia.

Diciembre 24
En enero me tocará ir a otra “Unidad Educativa”. Conocer nuevas personas. Nuevos rostros que me esquivarán la mirada cuando voltee a verlos. Nadie me sostendrá la mirada, como si estuviera hecha de plomo, de estaño, de zinc. Recuerdo la noche de navidad en que mi tía de Sucre me regaló unos patines. Mis padres, siempre reservados, se les olvidó el detalle por el que siempre fui conocida. Cómo nadie le habrá dicho antes.

Diciembre 26
Cuando cumpla la mayoría de edad podré decidir si cortar mi pierna o dejarla así para siempre. Los médicos dicen que la amputación puede traer efectos colaterales en mi sistema nervioso. Puede que con la amputación se desgarren tendones de las otras dos piernas. Lo más probable es que me corte la pierna izquierda. Es la menos riesgosa.

Diciembre 29
En mi nombre no parece el tiempo transcurrir. Balbuceo. Desconozco mi guarida. Alucino en formas fascistas. Me desahogo en este diario. Todo es una farsa. Hasta cuándo esa mala maña de los seres humanos de decidir qué es lo mejor para ti. La ausencia de miedo es el camino a la felicidad. Y desde pequeños nos enseñan a temerle a Dios. La vida es un círculo vicioso, no una línea recta en la que uno va renunciando a futuros posibles.

Diciembre 31
Feliz año. El dos de enero vuelvo al psiquiatra. El siete de enero regreso a clases. Ojalá y nadie se haga el gracioso. Esto de estar cambiando de plantel a otro me está aburriendo.


http://humario.blogspot.com

Bálanopuntura invasiva

Javier Miranda-Luque




Relatábame reiteradamente mi abuela que mi padre, a quien mentaban “el chino” (y créanme que lo mentaban con asiduidad enfática), ostentaba unos evidentísmos rasgos asiáticos que yo heredé como único legado. Este par de oscuros ojos rasgados míos, dentro de este inescrutable rostro de tonalidad mostaza francesa, me ha servido para ganarme la vida ejerciendo los oficios más impensables que el vulgo vincula con “cosas chinas o de por allá”. Así he sido cocinero coreano, maestro de artes marciales indonesias, masajista japonés, gimnasta acrobático de continente ignoto, calígrafo pekinés y, ahora, desde hace ya varios años, soy conocido como —así consta en mi tarjeta de presentación y en mi página web— el “Doctor Shang Harvey Oswald Lee: bálanopunturista”.

Esta ocurrencia se la debo directamente al ocio productivo que extraigo de internet. Jugando un partidito de Scrabble en línea, recurrí al diccionario de la RAE y allí encontré esta joyita incunable: “Bálano: parte extrema o cabeza del miembro viril” (aunque también se lee la siguiente acepción subordinada: “crustáceo cirrópodo, sin pedúnculo, que vive fijo sobre las rocas, a veces en gran número”). Y debo decir que yo soy alérgico a pescados, moluscos y afines, así que deseché al cirrópodo malsonante y reflexioné en voz alta, con una tramposa pronunciación bufochinesca, elaborando una regla de tres simple:

—Bálano es a “glande” como negocio “grande” es a équis.

Y entonces decidí inventarme la “bálanopuntura” (terapia natural y ambulatoria donde la haya) e incurrir en su praxis profesional, debidamente certificada por un diploma chapucero manufacturado merced a fríjand, ilustréitor y el fotochopsuey que manejo cual chef de televisión postreromundista.

En aras de la brevedad que escasea en estas fechas de hemorragias discursivas, les sumarizo que, gracias a mi sobredosis diaria de gingseng, pues atiendo por jornada a media docena de damas anorgásmicas que acuden a mi consultorio (ubicado en plena avenida principal de Santa Mónica, diagonal al Crema Paraíso), procurando el desestrés que mi bálanopuntura invasiva les proporciona. Mi prescripción facultativa recomienda, en la generalidad de los casos, una sesión semanal vitalicia o, si prefieren, per clímax seculorum. El único efecto colateral es la dependencia con el terapeuta (me encuentro patentando prótesis inclonables para uso doméstico y sus respectivas versiones portátiles inalámbricas).



Cuerpo en dos

Adriana Bertorelli Párraga



Soy yo
el depositario de ese cuerpo.
Soy quien respira
con la bomba de oxígeno.
El de la bata y las vísceras,
el del silencio ensordecedor
de un extremo a otro
de mi mismo.
Hablan de mí como si no estuviera,
hay bisturí
mucha incisión.
Un doctor corre
otro bombea
una enfermera cuenta.
Y ahora mi otra mitad
ya no tiene adonde regresar.

La Verdadera Historia del Niño-Tumor

Carlos Zerpa




En la clínica, a un hombre le sacaron de su vientre una gran bola de carne con pelos y con una nariz, una bola de carne del tamaño de una pelota de softball. (¡Ah!, entonces le pregunté al médico: ¿y los hombres también pueden tener teratomas?).

Pero no se trataba del primer hombre embarazado y, por ende, de una cesárea; ni tampoco se trataba de una operación quirúrgica para la extracción de un tumor maligno, no… nada que ver con el cáncer: este hombre se estaba autoclonando… A otro hombre le comenzó a crecer una bola de carne en su espalda y él pensó que estaba engordando, o que le estaba creciendo una joroba, pero cuando los médicos lo auscultaron, descubrieron que un cuerpo extraño estaba creciendo dentro de él y procedieron a operarlo. Al sacarle la bola de carne, ya del tamaño de una pelota de basketball, procedieron rápidamente a examinarla y descubrieron que además de pelo, tenía una oreja y varios molares diseminados alrededor de ella. Al someterla a los Rayos X y a revisiones de tomografía axial computarizada, descubrieron dentro de la bola de carne, unas vértebras sueltas, un ojo, una lengua y un diminuto corazón inactivo.

Pero estos no son los únicos casos que se conocen, ya que consultando con profesionales, médicos, doctores, científicos y estudiosos (¿The X Files?), se supo de numerosos casos de estas llamadas “autoclonaciones”, que no son niños siameses, ni gemelos que crecen dentro del cuerpo de su hermano en vez de crecer afuera… Se trata de extrañas mutaciones, de crecimientos desordenados de células, que se auto reproducen a capricho; cuerpos deformes, masas amorfas o formas de bolas de carne cual albóndigas.

Se han encontrado dentro de los “cuerpos albergantes” bolas de carne con dos ojos o cíclopes, bolas con bocas dentadas, con orejas, y con dedos que tenían uñas; se encontraron lenguas con pelos, calaveras con masa encefálica y ojos, y hasta bolas de carne rojas sanguinolentas, con dos bracitos… uno de cada lado llenos de dientes y con largas cabelleras, a las cuales le dimos el nombre de “Niño-Tumor”.

En la Ciudad de Agrigento al sur de Italia, una campesina gorda que pensaba estar embrazada de su séptimo hijo, fue llevada al Ospedale Victorio Buzzi en Milán, ya que había llegado al mes número 12 y aún no tenía dolores de parto ni dilatación, ni había roto fuentes. Al ser observada por los médicos especialistas, y después de hacerle un ecosonograma, la terrible verdad quedó al descubierto. Al instante fue llevada al pabellón quirúrgico para ser sometida a una operación de urgencia, para hacerle una cesárea. El resultado de dicha operación fue la extracción de una cabeza humana de su vientre, de tamaño natural, copia idéntica a la de la mujer campesina, que la llevaba dentro de sí. “Era como su propia cabeza decapitada, lo que sacamos de su vientre”, (dijo una enfermera partera), “era idéntica, pero con los ojos cerrados; era una cabeza copia fiel de la original”. Sin dudad, era una cabeza “autoclonada”… la historia que parece extraída de unos libros de ciencia ficción, puede ser corroborada, tan solo leyendo los historiales médicos de cualquier hospital en el mundo, o preguntándole a nuestro médico de cabecera, ya que estos casos secretos de “autoclonación” suceden alrededor del planeta y son de lo más comunes, aunque al resto del mundo nadie nos lo de a conocer.

Si estas historias se filtran y se trasmiten a nosotros, ¿Qué no sucederá en verdad dentro de las clínicas, hospitales y laboratorios? ¿Qué no sucederá tras bastidores? ¿Crecimiento de niños con cabezas de animales? ¿Hombres pulpos? ¿Hombres insectos? ¿Niños arañas? ¿Mujeres bicéfalas? ¿Sirenas? ¿Hermafroditas? ¿Serpientes con cabezas humanas? ¿Hombres con dos penes? ¿Mujeres con vaginas en vez de bocas o bocas en vez de vaginas?

Dado el hecho comprobado científicamente de la existencia de estos entes escapados de las clínicas y hospitales y que ahora habitan submundos, me pregunto: ¿Qué tipo de espíritus “encarnan” estos teratomas? ¿Son Ángeles o demonios?

Sé que hay seres del lado oscuro, que están esperando impacientes por ocupar estos cuerpos “clonados” y darle aliento de vida con su alma a estas malformaciones, para así poder volver a la tierra, a cometer sus malas acciones. Buscan encarnarse para formar un ejercito y luego eliminar a los actuales ocupantes del mundo… invadir, conquistar, reemplazar, usurpar, erradicar, arrasar… e imponer por supremacía el reino de los deformes y amorfos, aquí en el planeta tierra.

¡OH Dios! Tanta perversidad me da un poquito de susto.

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