domingo, 7 de octubre de 2007

Ida y vuelta

Henrique Lazo




El galeno camina hacia un gabinete, lo abre, toma una medicina y verifica el muchas veces verificado contenido y lo vuelve a verificar. Me mira sobre los lentes de leer y con una familiaridad poco habitual en la fanaticada británica, exclama: ¡Un tenor! Ya decía yo. ¿Por que no comenzó comenzando, joven?

¿Que edad tiene el artista? Ni idea, doctor. Con la sonrisa de quien ha cumplido lo que se ha propuesto en la vida, continúa: ¿que edad crees tú que tengo yo? Ni idea doctor. Tengo 68 años. Como dicen en tu tierra, negro que se arruga es porque se va a morir. Esta piel, que algunas veces ha sido motivo de horror y desprecio, para que tú veas, es perfecta.

Mientras el doctor escribe el récipe, recuerdo que hace menos de una hora caminaba hacia el puente de Waterloo a punto de cruzar el río Támesis para asistir en el National Film Theatre a la más reciente película de Luis Buñuel, que a la larga resultó ser su penúltimo suspiro; el último fue un libro.

Me detengo en un café de Covent Garden para amainar el frío con un guayoyo nórdico. De uno de los edificios cercanos al teatro, a pesar de la eterna garúa, escucho una voz que se me hace familiar. Es un tenor que ensaya el “Adiós a la Vida” de Tosca, y la identidad de la voz va apareciendo como la imagen fotográfica en una cubeta de revelado: es la voz de Alfredo Sadel.

En el café, mientras espero que termine el ensayo y la voz se haga amistad, converso con un compañero griego que es marxista para la discusión, pero a la hora de existir, disfruta entusiasmado de las atracciones de la sociedad democrática. Justo en la puerta del teatro abordo al cantor amigo y me explica que lo más importante en este momento es una audición que tiene al día siguiente y es una oportunidad que ha esperado toda la vida.

La suerte está echada. Mañana, la cita es en uno de los teatros más prestigiosos del mundo y sólo una cosa le preocupa: dormir bien esta noche. Viene de un viaje largo y se le ha trastocado el reloj del sueño. Necesita unas píldoras para dormir. El asunto es que no las venden sin una receta médica, y Sadel acaba de llegar a Londres y no conoce a ningún profesional. Le sugiero una idea.

Caminamos hasta la estación del metro de Covent Garden. El va hacia el hotel a darse un baño y yo voy rumbo a Highbury a convencer al médico de la cuadra para que me dé un récipe para poder comprar las grageas oníricas. Justo en la entrada de la estación, hay un atractivo puesto de periódicos que nos obliga a detenernos. Alfredo toma una revista deportiva en la que está Johan Cruyff en la portada y comenta que se parece a mí. Tú eres medio holandés, ¿no? Tanta cordialidad tendría su interrupción.

El encargado del puesto, un tipo grande de aspecto rudo con la barba descuidada, el cabello largo y con cara de hincha del Newcastle, trata de arrebatarle la revista a Alfredo mientras vocifera en un inglés apenas comprensible que “o te la llevas o me la dejas”. El tenor, con la calma que antecede a la tormenta, le dice que la está revisando y si le gusta, pues, la compra, y si no, la deja. ¿Cual es el problema? La insolencia no se hizo esperar. ¡El problema eres tu, bastardo!

Cumpliéndose el axioma de acción y reacción, Alfredo, con una mano, levanta por la pechera al susodicho y lo recuesta contra una pared, suspendiéndolo por unos segundos y, nariz con nariz, le pregunta por lo de la bastardía. El otrora hombre rudo se transforma en una barajita. Cuando ronca tigre no hay burro con reumatismo, reza un proverbio popular en Carora.

Aquí entro yo, al más genuino estilo de un árbitro de la Premier League. Separo a Alfredo del troglodita y apuramos el paso hasta la estación de Holborn. Alfredo se va a dar su baño por las dos actuaciones de la tarde, y yo, a poner en práctica el método de Stanislavski para convencer al galeno de que o me da las benditas pastillas o me lanzo al río. Quedamos en vernos en la entrada del teatro a las nueve.

El profesional de la medicina es nigeriano. Es el médico del barrio donde vivo y atiende sólo a los residentes de la comunidad. Me identifico y cuando se entera que soy venezolano comenta con orgullo que practicó su castellano con una venezolana, cuando pensaba, hace algunos años, ejercer en América Latina. No acepta mis alegatos porque un joven no necesita tabletas para dormir. Con un poco de ejercicio y un baño de agua caliente, aparecen las ganas. Luego de una infructuosa y extenuante actuación dramática, decido confesar la verdad.

Con la puntualidad inglesa y con las píldoras en la mano, encuentro a Alfredo en la puerta del teatro. Misión cumplida. Antes de que se me ocurra desearle suerte para la audición de mañana, me enseña que en el mundo del espectáculo no se desea el éxito, sino lo contrario para que, precisamente, ocurra el éxito. Mucha bosta es una expresión que viene de las funciones de teatro con mucho público, y por lo tanto, muchas carretas de caballos que dejaban su marca en las puertas de los teatros.

En el National Film Theatre, Luis Buñuel recibe una merecida ovación antes de comenzar la función del “Fantasma de la Libertad”. El cineasta español se hizo presente sin avisar, pero no se quedó para la función, porque prefiere ver sus películas años después que las ha hecho porque así siente que las hizo otro. Ya es de noche, noche de invierno. Alfredo prepara su sueño para mañana, y yo, por lo pronto, no paso por la estación de Covent Garden no vaya ser que el kioskero me anote un gol en el partido de vuelta.

Uniarthl@yahoo.com

1 comentario:

Joaquín Ortega dijo...

Hermano,

me sentí como si Norbert Elias -al salir de una charla sobre filosofía del deporte- se pusiera las pantuflas del padre un domingo por la tarde...

y a la vez me descubrí como un peatón cualquiera, marcado en el rostro por un frío que le es ajeno...

en tu texto mucha vida, mucha historia, mucha política, mucha bosta...

por eso, decía un pana mío "que la vida es una mierda y que todos estamos llenos de vida"

de alto vuelo broder...

Salut gentilhombre!!!

J