domingo, 7 de octubre de 2007

Prólogo

Nicolás Melini



Tras una ya larga carrera como escritor, trufada, como bien saben, de éxitos de meridiano alcance —entiéndase una leve ironía—, aún me veo sometido a los prejuicios propios de los comienzos en el oficio. Es cierto que, para algunas personas cercanas a mí, o, más concretamente, para mi adorable esposa —que me perdone el reproche— escribir sigue siendo no hacer nada, y, por lo tanto, se me puede convertir en el blanco de innumerables encargos, los cuales, sin el menor riesgo de pecar de imprecisos, podríamos catalogar dentro de una materia difusa, vaga, mucho más difusa y vaga y abstracta, a menudo, que la propia materia literaria. Ya profería David Mamet, el espléndido dramaturgo norteamericano, que, durante una larga temporada, se debió de aficionar a escribir en cafeterías, con el único objeto de que “nadie” pudiera pedirle-arreglar-la-alcachofa-de-la-ducha —y lo escribía, creo recordar, de este modo, uniendo las palabras mediante guiones, que no sé si será una práctica muy americana o un recurso de su personal estilo.

Pues bien, yendo directos al asunto de este preámbulo, a mi mujer, por ejemplo y sin embargo, ¡para que vean ustedes!, le ha dado últimamente por enviarme-a-entregar-en-el-hospital-las-radiografías-de-una-amiga-suya-que-tiene-que-operarse-de-un-mioma-en-el-útero-el-mes-que-viene.

—¡Y por qué no va ella! —me defendí.
—¡Porque le ha salido un trabajo en Nicaragua!
—¡Además!
—¿Además de qué?
—No importa, déjalo —me refería al mioma en el útero, pero me urgía abordar cuanto antes lo que de veras me consternaba—: ¡Y por qué me mandas a mí!
—¡PORQUE ERES LA ÚNICA PERSONA QUE CONOZCO QUE NO TIENE OBLIGACIONES!



Perdonen ustedes este súbito rifirrafe, pero no he de renunciar a reproducir aquí el absurdo de la lógica según la cual debemos realizar lo que no nos corresponde.

Fui. Claro está.

Mi mujer me explicó las instrucciones que le había dado su amiga. Las tenía apuntadas escrupulosamente en un papel: el nombre del hospital, Doce de Octubre; la sección, ginecología; el número de consulta, la cinco (o la siete; por lo visto estaban una enfrente de la otra). Tenía que entregarle la tarjeta blanca a la celadora que saliese de alguna de las consultas, y luego aguardar a que me pidiesen las radiografías, etc. Ello implicaría, por supuesto, el acecho pertinaz, junto con los demás pacientes a la espera, de la celadora de turno que entraba y salía de improviso, como esos muñequitos de los juegos electrónicos a los que hay que dar caza, echar el guante o asestar un certero disparo justo en el momento que asoman la nariz, antes de que se alejen por el pasillo o se vuelvan a introducir en su inexpugnable madriguera.

Por fin conseguí entregarle la tarjeta blanca, y luego hube de esperar un largo rato (por fortuna me llevé algo de lectura) hasta que de nuevo apareciera vociferando en la sala.

—¡Paz Sánchez-Gil Flores! —dijo de corrido.

Yo dije:

—¡Yo!

Y ella dijo:

—Pase.
—¡Pero yo no soy ella! —observé absurdamente.
Por fin había conseguido llamar su atención: me había mirado.
—¿Y ella no vino? —preguntó.
—¿Era imprescindible? —le respondí con una pregunta, a mi mejor estilo.
Pero la celadora tomó las radiografías, me miró de arriba abajo, recalando con elegancia en mi bajo vientre, y comentó:
—Usted verá…



Cuando entré en la consulta me recibió una pléyade de doctorcillas, tres o cuatro, apostadas tras una mesa, escoltadas por el médico de la amiga de mi mujer. Yo ni me senté, por supuesto.

—¿Qué edad tiene? —preguntó una.
—¿Quién yo? —dije.
—La paciente —aclaró.
—Treinta y cinco —respondí rápido.

Ella consultó los documentos que tenía ante sí y sonrió de forma enigmática, lo cual me dio que pensar: ¿y si Paz nos hubiese mentido sobre su edad por cualquier motivo? La nueva sonrisa de la joven al corregir el dato me corroboró la sospecha. ¡Se había quitado años, la muy coqueta!

—¿Usted vendrá con ella? —quiso confirmar.
—¿Cuándo?
—En febrero. Cuando la operación —tuvo que aclarar.
—No —dije rotundo.
—¿¡Ah no!? —se sorprendió, aunque sonó un tanto indignada.
—¡No! —rechacé tal posibilidad. Era lo que me faltaba.

Ella contuvo un bufido. Deduje que el tono de mi negación la había escandalizado por alguna razón, de hecho sintió la necesidad de interrogarme al respecto:

—Pero vamos a ver, ¿usted qué es a ella?
—¿Que qué soy? —balbucí con esa ingenuidad que a veces me satisface tanto exhibir entre desconocidos: ¿acaso ha pensado que yo soy el marido de la paciente y me niego en redondo a prestarle mi compañía en el señalado día de tan desagradable trance para ella?, comprendí.
—Sí, el parentesco. Qué clase de familiar…
—Ninguno —renegué de nuevo.
—Pero… —se extravió, desconcertada.
Los doce ojos que había en la consulta me interrogaron, solicitando una aclaración. Tenía que satisfacer su interés:
—Yo soy… —iba a decir que era escritor, que en realidad hubiese sido la explicación precisa; es decir, según mi mujer, la única persona que ella conoce que no tiene obligaciones, pero en el último momento me pareció que sería una explicación un tanto críptica, y corregí—: Yo soy el recadero —no supe expresarlo mejor—. Yo sólo vengo… Me mandó la paciente a traerles las radiografías —y señalé hacia donde debían de encontrarse las radiografías, que ya no estaban porque la celadora las había archivado mientras tanto.

He de reconocer que no omití lo de su viaje a Nicaragua deliberadamente, sino porque enseguida medió el doctor (sin duda hastiado ante un interrogatorio tan estéril) y cuando me fui a dar cuenta ya se me había pasado la oportunidad de clarificarles la situación:

—¿Sabe usted si la acompañará alguien? —había dicho el médico.

Eso es lo que ellos quieren saber realmente, deduje, pero me dio por responder:

—Supongo —esmerándome en la tarea de “no hacer el mandado demasiado bien”, para que al menos no me volviesen a mandar.

Él se volvió hacia las doctorcillas y convino en un tono neutro, sin acritud, con la elegancia propia del profesional de la medicina que no se permite el menor conato de cinismo:

—Supone.

A lo cual, la que anotaba aquellos datos, al parecer imprescindibles para la preparación del operatorio, se quedó paralizada un instante ante el papel. Adiviné que habría en aquél un par de casillas dibujadas al margen: una con un “sí”, la otra con un “no”, como es lógico. Pero ella, muy resuelta, como quitándose el muerto de encima, acabó por sentenciar:

—Supone, o sea “sí” —y marcó una de las casillas de un boligrafazo.
—¿Tiene ascensor? —prosiguió el doctor.
¡Hombre, esa sí que me la sé!, me dije. En alguna ocasión había tenido que llevarle prestada, a petición de mi mujer, una bombona de gas butano. Pero respondí.
—Sí… —y hube de corregir—: Digo no.
—¿Tiene o no tiene? —dijo el médico.
Yo negué con la cabeza:
—Qué va…

Luego, tras un inciso, anduvieron comentando entre ellos algo sobre que si la paciente vivía en un cuarto piso sin ascensor y no tenía asistencia a domicilio por no sé qué y no sé cuánto, mientras yo, ahora marginado e ignorado de pie en medio de la consulta, me recordaba subiendo las escaleras de la paciente con una bombona al hombro, las cuatro plantas sólo por ser escritor: ¿¡me harán subirla en brazos, subir a la paciente en brazos las cuatro plantas hasta su casa sólo por eso, por ser escritor solamente!? Yo ensimismado en medio de la consulta imaginando además —por despecho ante la pertinaz actitud de mi esposa—, que al llegar a lo alto con la bombona, o con la paciente en brazos (tanto monta), ejercía de butanero: yo el adúltero causante del mioma en su día o el rehabilitador del útero durante el postoperatorio.

Y así seguí allí un instante, inflamada mi conciencia por la divagación, hasta que de pronto la celadora se volvió hacia mí, me devolvió la tarjeta blanca con un par de instrucciones para la paciente y me dijo que podía irme.

—¿¡Ya está!? —pregunté con cierto alivio; aunque un tanto defraudado, he de reconocer.

La celadora le dio de nuevo un sutil repaso con la vista a mi bajo vientre, me miró a los ojos, benévola, y expelió con gravedad socarrona, casi melancólica, un escueto:

—Sí —pero con tal elocuencia que creí entender que apostillaba algo como: Qué se había creído.

Eso, me dije, lo que está pensando.

Todos sonreían cuando salí, tal vez se echaron una gran risotada al cerrarse la puerta de la consulta. Yo alejándome por los largos corredores del hospital con aquella vaga sensación, molesta aunque reparadora, de que, en efecto, y no podía ser de otro modo, aún así me habían extirpado algo. Yo expuesto a mis apremiantes elucubraciones sobre la necesidad de cortar súbitamente los correosos lazos de mi matrimonio y plantarme liberado en una prolífica neosoltería de escritor hecho y derecho: ¡ruptura!, ¡separación!, ¡divorcio! Yo reconociendo tristemente, en un tumultuoso debate interno, que lo más lejos que me permitiría llegar en tan emancipadoras convicciones, sería a proscribir la literatura: o sea, a poner el oficio literario a salvo de las ínfulas recaderas de mi querida esposa.

Ni que decir tengo —y es acaso lo único que me proponía transmitirles por medio de este prólogo— que el libro que tienen entre sus manos ha sido concebido en cafeterías. Sea ésta, con toda probabilidad, su principal particularidad en el conjunto de mi obra.


13 comentarios:

Irina López dijo...

Estas mini rebeliones internautas encubiertas tienen un encanto casi enternecedor.
Excelente relato,

otra que "no hace nada".

Anónimo dijo...

Ágil Nicolás y muy cinematográfico, como todo lo tuyo. Una verdad de vida, una manera de comerse el marrón muy injusta


seguimos leyendo

Carmen Rodoreda

Juan Carlos Chirinos dijo...

Tiene algo que me gusta mucho: un "humor perro" para partirse de risa, la verdad.Que se repita la visita por el imperio chang, Nico
un abrazo

Roberto Echeto dijo...

Nicolás, aunque la esposa del cuento no sea tu esposa real, todas las esposas son así. La mía (al igual que mi suegra, la muchacha que trabaja en casa y todos los vecinos de este edificio) cree que yo no hago nada durante todo el día, que estoy en casa "jugando" y que tengo tiempo para ir a la tintorería, llevar a Rodrigo al pediatra y el carro al taller, buscar (tal cual) radiografías ajenas, averiguar cuáles son los trámites para cualquier maniobra burocrática... ¡No joda!

Éste es un chiste que le da risa a todos y no se preguntan cuánto sufre uno. Eso sí: cuando tus libros salen de imprenta, todos te besan, te abrazan y te felicitan, como si nada.

En fin...

Nicolás Melini dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Nicolás Melini dijo...

Roberto querido, si le pasa a Mamet, qué podemos decir.
Un fuerte abrazo

Anónimo dijo...

Ese humor tuyo es cada vez más tuyo. Y eso lo percibo aquí. Ánimo, y continúa haciéndolo cada vez más tuyo. Me ayudas a entender que hay más vida tras los "prólogos". Muy bien.

Abrazos.
Antonio Jiménez Paz

Israel Centeno dijo...

Nicolás acá tengo al "Futbolista asesino", me lo hiciste llegar en alguna oportunidad con Juan Carlos M. G. Acá en este relato continúa esa vena, un humor, como dice el otro Juan Carlos, perro. Mañana etaré en Lisboa y el 23 en Madrid, oajalá y pudieramos coincidir para una cata..
un gran abrazo

Nicolás Melini dijo...

Esa cata promete. Claro que sí.

JCZ dijo...

Me pasa que a veces estando en la oficina, para alejarme un poco de la rutina, escribo dislates que no pasan de una cuartilla y se los envío vía e-mail a alguien. Craso error cuando ese “alguien” es un familiar…

“Ya que no estás haciendo nada, ¿podrías ir a buscarme los resultados del examen para el despistaje de inmunidad parlamentaria?”

“¡Ah! Veo que no estás haciendo nada, ¿pudieras entonces ir a buscar los pepinillos chinos que necesito para la mascarilla facial del periquito de Manila que le regalamos a la tía Tula?”

“Necesito un poco de agua deshidratada para aplicarle un lavado en seco a un sweater y, tu eres el indicado para ir a buscarla ¡Claro! Si estás otra vez haciendo nada…”

¿Cómo hacer para que entiendan que ese “no hacer nada”, es simplemente un arte?

Saludos cordiales,

Juan Zamora

Joaquín Ortega dijo...

no nos sintamos mal bros and sis...

la palabra escuela viene directamente de ocio -skholé- en griego...

lo q más enseña es no hacer nada...

la reflexión, la verdadera teoría, el conocimiento profundo, il dolce far niente es lo que nos separa de la vida mecánica de tanta gente que conocemos...

gente que eligió o no, pero q hace lo que ha decidido hacer, al menos por un tiempo...y por cualquier razón denigra de nuestra supuesta falta de apuros...

"libro de cafetería" es sinónimo de oraciones pausadas, pero sobre todo de redacción entre tareas...

entre descansitos y escapadas autoimpuestas...

maravillosa narración...!!!

salud!!!

y nada como un pousse café que se lleve la tarde entera...

p.s:

no hay duda, los supuestos vagos también merecemos nuestra propia historieta

Anónimo dijo...

Amigo Nicolás: qué sorpresa encontrarte en este extraño consultorio. Dime una cosa, dónde andarán los cuadernos de hooper? Van en prosa o en verso?

Nicolás Melini dijo...

Pues, querido anónimo desconocido,
no sé dónde andarán. Creo que en estos momentos el libro está completamente agotado. Ni yo tengo
un ejemplar. Errores que comete uno. Tampoco sé si van en prosa o en verso. Tal vez se trate de un verso que es prosa, o viceversa. Así están las cosas.