domingo, 7 de octubre de 2007

Las máquinas que hacen ping

Fedosy Santaella




“Ah, I see you have the machine that goes ping!”

Monty Python´s the meaning of life


1

No supimos cómo expresar nuestras emociones frente a la máquina; era lógico, estábamos frente a lo que en aquel momento considerábamos un prodigio único en el mundo. Algo sí era indudable: allí, fuera de la caja, rutilante en su metálico cuerpo, la máquina que hace ping era nuestro símbolo irrefutable, el escudo de armas de nuestra inteligencia.

El Administrador se acercó a ella con delicadeza y la acarició con un gesto indeciso; al igual que todos, le era imposible identificar el extraño acontecer de su interior.

-Esta máquina viene de una región helada; así que debemos aclimatar el salón antes de que comiencen las visitas –sentenció el Administrador, asumiendo el control de la situación y apelando a su avasallante sensatez.

Por debajo de cero se estableció la temperatura del salón y, de inmediato, la máquina produjo su tan anhelado y característico sonido. Nos sentimos confiados, tranquilos y seguros: la máquina que hace ping estaba a gusto.



10

Las direcciones más recónditas del planeta hallaron su norte ante la máquina. En sana paz, la muchedumbre tomaba sus números, y las filas de espera se articulaban serenas como un viejo ofidio de zoológico.

En igualdad de condiciones y gracias al convenio del orden, a cada visitante se le otorgaba el goce supremo de estar en presencia de la máquina durante un minuto. El ritual y las experiencias eran similares: el visitante, reclinado en un cómodo diván, era tocado en la frente por el brazo o espada de punta roma de la máquina que, por supuesto, hacía su ping; del rostro del afortunado se desprendía la felicidad y del cuerpo un aura beatífica. La sensación duraba meses y los dones eran incontables.



11

Afuera, se instaló el mercado de los altares, las ofrendas, las oraciones y el hacinamiento de las muletas y las sillas de ruedas ante la foto tamaño natural de la máquina. El pueblo llegó a conferirle poderes propios de una deidad pagana. Es comprensible, los predios de la ignorancia están plagados de dioses y santos de distinta ralea. Para nosotros, sólo importaba la reverencia silenciosa del visitante y la temperatura constante y necesaria, facilitadora del correcto funcionamiento de la portentosa consentida.



100

Romero se apellidaba el investigador ilustre. Estudió a profundidad los cabalísticos manuales de uso y descubrió que la máquina que hace ping curaba la locura. Para demostrarlo, trajo a cincuenta enajenados del Asilo de Los Teques y al Presidente de la República (no, él no era otro loco, sino el invitado de honor). Una vez comprobado el caos mental de los orates (preferían el desnudo, bebían sus orines, hablaban de flores y comían excremento), el ilustre Romero los colocó uno a uno ante la espada roma de la máquina. Aunque no lo percibimos (porque no estábamos ni estamos locos), sabíamos que el ping era diferente, con unos decibeles adecuados para la cura de los enajenados, según aseguró el investigador. Luego, los locos fueron llevados de vuelta al asilo; necesitaban reposo y observación, precauciones de rigor en un procedimiento tan de avanzada.

Al cabo de unas semanas, el ilustre Romero llevó a los cincuenta locos que habían sanado a la Casa Presidencial. Lucían diferentes, parecían otros; estaban bañados, afeitados, preferían las ropas al desnudo, bebían whisky en lugar de orine, hablaban de política en vez de flores y degustaban sushi y sashimi, ajenos del todo a la coprofagia. Resultaron tan cuerdos e inteligentes, que el Presidente decretó que los cincuenta pasaran a formar parte del gobierno en distintos puestos de embajadas y nuevos ministerios. El ilustre Romero fue nombrado Primer Ministro.



101

Un día, se presentó un joven que parecía estudiante y que resultó ser un aspirante a poeta, o peor, un mal poeta. Inocentes, ajenos a toda malicia, lo vimos sacar un papelito arrugado. Alisó sus pliegues con patética reverencia mientras afinaba la garganta. No teníamos idea de que iba a leerle un poema (un mal poema) a la máquina que hace ping. Aún nos cabalga su lamentable lectura en nuestra memoria perspicua.

Anoche te soñé
tomando sol en los jardines.

Reposabas serena en el lecho de la tierra
mientras los bichos incitaban el cortocircuito
de tu binaria existencia.

Tu hojalata se hizo madera
tu espada roma
mil ramas vivas
y tus estáticos chips
incontables hojas bañadas de rocío.

Anoche soñé tu sueño
infalible máquina mía.

No sabemos si el deleznable bardo había concluido; no nos interesará jamás darnos por enterados. Seguridad lo arrastró lejos del sitio antes de que dijera cualquier otra horrible tontería.



110

La decadencia comenzó unas semanas más tarde. Culpamos de ello al poetastro; no existe otra explicación.

Al mediodía, la máquina que hace ping cesó su actividad. Nos sobrecogió un horror casi cósmico hasta que, cinco minutos más tarde y ante un técnico de cuero cabelludo masacrado por sus dedos impotentes, la máquina inició sus actividades con normalidad. El técnico, cabellos en la mano y piel en las uñas, no supo darnos respuesta.

El alivio fue un sueño fugaz. La máquina se volvió a apagar al día siguiente, a la misma hora y durante cinco minutos. Llamamos a un especialista. Desde una región gélida, arribó un ingeniero de mirada metálica. Luego de un par de minutos con un estetoscopio sobre las dormidas entrañas, su boca impávida como una navaja de hielo, dictaminó:

-La máquina dice que se dará un reposo diario de cinco minutos, que no es mucho, pero que no lo pide como favor, sino como una imposición.

No quedó más remedio. ¡Maldito barducho que le vino a leer mala poesía y alborotarle los integrados con ideas raras!



111

El Administrador supo que la competencia había comprado una máquina que hace ping. Ahora eran dos en el país, dos máquinas que hacían ping. Los peregrinos dividieron sus visitas y sus corazones. Afuera hubo dos cultos.

Como es usual, nuestro Administrador tuvo una gran idea: compró otro artefacto que hace ping y lo colocó junto a nuestra primera máquina. El éxito de la operación fue demoledor. La competencia, incapaz de financiar otras máquinas tan costosas, vio cómo mermaba el número de sus visitantes. En nuestro salón, la cita seguía siendo de un minuto, pero ahora frente a dos máquinas; la oferta era, sin duda, más atractiva. De plusvalía y como por arte de magia, nuestra máquina original dejó de reposar los cinco minutos que nos había impuesto. Estaba acelerada, exultante, y parecía brillar más que el aparato nuevo.

-Ahora sí se acabaron los sindicalismos –dijo el Administrador satisfecho.

Y nuestras dos máquinas hacían ping al unísono, y todos estábamos contentos.



1000

Pasaron meses. Una noche, la primigenia máquina que hace ping comenzó a sacudirse y a emitir un sonido diferente al ping de costumbre. Era como un lamento, como una respiración entrecortada, rápida y seguida de quejidos lastimeros, como si algo le doliera. Aquello duró unas diez horas y, al amanecer, de una ranura en el centro de nuestra máquina primera, surgió una maquinita engrasada y generadora de un sonido delicado y tierno. Nos sobrecogió la náusea; aquellas máquinas habían caído en la abominación de imitar la vida humana.

Al borde del desmayo, vimos cómo el nuevo artefacto de hacer ping pasó su respectiva espada roma o brazo por delante del cuerpo de la agotada máquina y protegió a su vástago recién nacido. Allí permanecieron, abrazados.

Ese día, no dejamos entrar a nadie.



1001

Los visitantes preguntaban qué estaba ocurriendo, exigían que los dejaran pasar. Temimos una poblada; pero el Administrador, siempre tan hábil, hizo sus averiguaciones de mercado y luego de negociar con el Primer Ministro Romero y los cincuenta funcionarios comedores de sushi y sashimi, consiguió los permisos para traer una máquina nueva en tiempo récord.

Apenas la tuvimos en nuestra zona de descarga, se les informó a los visitantes que había una máquina nueva en el salón vecino. Como un ágil lagarto, la fila cimbreó sus ansias de novedad y no dejó rastro frente a las puertas del antiguo salón.
Viendo el éxito absoluto de su estratagema y libre de toda obligación contractual, el Administrador despidió a las dos máquinas anteriores. No había otra salida; no querían trabajar y sólo se ocupaban de su inquieta maquinita.

Las tres fueron llevadas al patio trasero, que no es precisamente un cuidado jardín. Allí, entre el gamelote crecido, las máquinas que hacen ping tomaban sol y contemplaban a su cría correteando entre las gramíneas salvajes. A nuestras mentes, acudieron las palabras del bardo despreciable.

Anoche te soñé
tomando sol en los jardines…


1010

Una tarde, Seguridad reportó que las tres máquinas habían trepado la pared y pasado al otro lado. Nadie recriminó la impericia de los guardias; la huida de la familia fue un alivio.

Ahora, ellas nos mandan fotografías desde lugares codiciables, acompañadas de notas amistosas que pretenden borrar su descaro y su traición; no descartamos el sarcasmo de aquellos mensajes. Una vez, hasta nos remitieron una estampa en compañía del fatídico barducho. Se les veía a la sombra de algún ventorrillo con el mar caribe al fondo; las máquinas simulando una falsa alegría humana y el barducho una triste sonrisa de triunfo. La nota decía: “Con cariño, la familia feliz”.
Allá ellos. Algún día pagarán por sus aberraciones.

Por nuestra parte, estamos más que satisfechos; la nueva máquina es mejor, de un diseño futurista, precioso e inigualable. Vino, además, con una garantía de veinte años que da fe de su absoluta infertilidad. Y ni hablar de su sonido espacial e inspirador; un zumbido intermitente, elegante, como de aire acondicionado, nada comparado a la campanilla medieval y rústica de las chatarras que hacen ping.


(Del libro Postales sub sole. De la A la Z ediciones. Caracas. 2006.)


http://www.fedosysantaella.blogspot.com

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Tu relato es sublime.

Nicolás Melini dijo...

Estupendo, sencillamente. Un saludo al anfitrión.

carloszerpa dijo...

FEDOSY