domingo, 7 de octubre de 2007

Exámenes de rutina

Juan Zamora




Hace veinte años atrás, qué me iba a estar preocupando yo por exámenes médicos de rutina, de esos a los que debe someterse cualquier hombre interesado en mantener una buena salud, si mi edad no llegaba aún al límite en el que debe uno ocuparse de tales menesteres.

Hoy en día, las cosas han cambiado. Llegué a los cuarenta y, las revistas de salud, los médicos, artículos de prensa, publicidad y afines, indican que tienes que comenzar a cuidarte.

Bajo esta premisa, debido al tiempo transcurrido y aunado todo esto a la oferta que hacía la empresa en donde trabajo de una revisión médica gratuita a través del seguro, no me quedó otra que solicitar mi cita para visitar al doctor.

Todo avanzaba muy bien y sin complicaciones. Un poquito de sangre, una pequeña porción de heces, un chorrito de orina (tranquilos, no es una receta de cocina). Una foto de los huesos, sonría, ahora pase por acá, abra la boca, saque la lengua, inhale, exhale, cierre la boca, ¡meta la lengua antes, caramba!

Todo en orden. Peso no muy acorde con la estatura, pero bueno, nada de qué preocuparse hombre, eso pasa.

Cuando estaba presto a cerrar mi camisa, ponerme la corbata y tomar la chaqueta para irme, el galeno me convidó a sentarme.

-Calma amigo, que no hemos terminado.

-Ah, eso pensaba.

-Pues, fíjese que no. A ver, cuénteme, qué sabe usted del examen de próstata.

-Yo creo que ese día estaba enfermo y no pude ir a presentar, así que si ese carajo no lo entregó, o se lo copio, o no lo hizo, la verdad es que no tuve nada que ver.

-Me refiero a la prueba de Despistaje de Hiperplasia Prostática.

-Yo creía que me estaba hablando del maracucho que estudió conmigo. Bueno, eso que suena tan feo, me parece que es algo que le da a los viejitos, ¿no es así?

-No, querido amigo, ningún viejito. Estamos hablando de una glándula que poseemos todos los mamíferos machos, muy machos, y que se encuentra en la base de la vejiga, alrededor de la uretra. Muy cerca del ano y los testículos, para que se dé una idea. Esa glándula, después de cierta edad, hay que revisarla para descartar alguna anomalía y prevenir molestias futuras, como por ejemplo un cáncer.

-Eso último no sería una molestia sino una tragedia. Bueno, ¿y qué hay que hacer?

-Es muy sencillo, en las pruebas de laboratorio de su sangre, incluí una evaluación que se llama “Análisis de Antígeno Prostático”.

-Ah, qué bien, entonces eso es todo.

-No, ahora mismo lo estoy remitiendo al urólogo. Él será quien lo revise.

-Al análisis.

-Y a usted.

-¿QUÉ? Un momento. Exactamente, ¿qué es lo que va a revisar?

-Su próstata.

-¿Allá abajo?

-Sí.

-¿Y más o menos por dónde se le llega?

-Por detrás.

-De quién.

-Suyo.

-¡Ay, Dios!

-Pero tranquilo, eso dura apenas escasos minutos.

-Sí, doctor, pero ¿usted no dice que eso de la próstata es de mamíferos machos, muy machos?

-¡Ajá!

-¿Y entonces? ¿Cómo pretende usted que me deje atacar por la retaguardia?

-Ya le dije que es muy sencillo y rápido, de seguro usted ni se dará cuenta. Además, es por su bien. Recuerde lo que le mencioné acerca del cáncer. Y si no me cree, tenga, lea estos obituarios:

“Ha fallecido cristianamente, víctima de un Cáncer de Próstata, nuestro amado Fulgencio (si tan sólo se hubiese dejado “jorungar” a tiempo).”

“El ejército nacional cumple con el penoso deber de participar el fallecimiento del General Ko Jones. Elevamos una plegaria por el descanso eterno de su alma y el de su próstata...”.

Si me lo hubiesen dicho hace veinte años, habría contestado: “¡Qué! No caballero, eso no será conmigo. ¡Nunca! ¡Jamás! Y si la cuestión se torna en extremo necesaria, el avance de aquí, hasta que me toque, debería ser tal que ni mi cremallera se tendrá que mover de lugar, la vaina seguro no pasará de una revisión con rayos “X” o, en el peor de los casos, una “pinchadita” para sacar una ínfima porción de sangre y analizarla”.
Pues, les cuento que en esta ocasión, yo fui más rápido que la ciencia y, llegué a los cuarenta mucho antes de que se desarrollara una técnica poco invasiva y lo bastante pudorosa como para no tener que someter al escarnio público, mis partes íntimas (mucho menos el culo).

Aquí, un mensaje institucional: Como muchos otros tipos de cáncer, el diagnóstico a tiempo es el mejor aliado para enfrentarlo. De manera que, pasados los treinta y cinco años aproximadamente, todo hombre debería prestar mayor atención a sus “partes”, a ver si se consiguen extrañas formaciones, cosas fuera de lugar, qué sé yo.

Por supuesto, la cosa no es simplemente toquetearse (eso sí, responsablemente, sin desviar la atención hombre, que no es un conteo de espermatozoides), sumado a esto, hay que considerar someterse al consabido examen de despistaje de HPB (Hiperplasia Prostática Benigna).

Una vez convencido y resignado a mi triste y terrible realidad, tomé la orden que me extendió el doctor y me fui al consultorio del urólogo. “No hay avance, la cosa sigue haciéndose como otrora”, pensaba mientras caminaba con la cabeza gacha y mis pies ofreciendo cada vez más resistencia al piso.

-Si es usted tan amable, pase por acá y siéntese a esperar al Doctor Rosendo Blanco.

-Pe, pe, pero, señorita, eh, disculpe. ¿No hay que esperar los resultados del análisis de antígeno prostático, para que el doctor los revise, me diga que todo está bien y, listo, este negrito se va para su casa?

-No amiguito. Eso no es así. Ciertamente el doctor tendrá que revisar los resultados del examen, pero eso será para confirmar lo que arroje el “tacto”.

-¿Tacto? Tocar, palpar, explorar con las yemas de los dedos, ¿dedos? Señorita, ¿no podemos dejarlo hasta el examen de sangre? Sí, yo sé que lo otro también se hace, ya el otro doctor me lo dijo, pero es que pensé que no era necesario, de verdad, ¿no hay otra que se pueda hacer?, ¿podríamos llegar a un acuerdo?, tengo algo de dinero guardado…

-Mi querido amigo, por favor, relájese. Entre a esa habitación, quítese la ropa y póngase la bata verde de papel que encontrará encima de la camilla. El doctor Rosendo ya está por llegar.

O sea, que lo de “la entrada por la puerta de atrás” sí iba. Sí señores, así mismo. Había ido rogando no tener que pasar por tan incómodo trance. “¡Un milagro!”, decía yo.

Salí a tomar un poco de aire. Frente al ascensor, las puertas se abrieron y la ascensorista gritaba, “¡entrando!”. ¡Ay mi madre!, de eso se trataba

Regresé al consultorio caminando cada vez más despacio y repitiéndome incesantemente el nombre del doctor, “Rosendo, Rosendo, Rosendo...”. Ese nombre no podía ser de gente delicada, con normales dimensiones, no qué va. El tal Rosendo tenía que ser un carajo bien ordinario y, con el complemento del apellido: “Blanco”, de seguro se trataba de un negro de dos metros de alto por tres de ancho y con dedos del tamaño de un cambur.

Los minutos pasaban, y mi ansiedad crecía. Estaba cerca el momento en que un hombre se demuestra a sí mismo qué tan macho es. Un congénere “registrando” tu intimidad, y tú allí, incólume, consciente de que es por tu bien; relajado.

Esa última palabrita, de verdad que no me cuadraba para nada, ¿cómo que relajado?, ¿cómo?, si me iban a masajear la hombría, ¡por Dios!

Eso de relajado, me recordaba una charla sobre seguridad personal, en la que el exponente, dirigiéndose más específicamente a las féminas presentes, les decía que ante una posible violación, debían tratar de permanecer calmadas y “relajarse” un poco. Una de mis compañeras tenía su propia versión, “relajarse y disfrutar”. Esto hacía que la situación, fuese más difícil para mí. Cada vez que alguien me decía “relájese”, yo lo asociaba con aquella charla. Sólo pedía que no me lo dijeran más, y por sobre todas las cosas, que el mismo doctor no utilizara ese verbo.

Cuando llegó el doctor yo estaba más tenso que las cuerdas de un violín. La enfermera me indicó que pasara, pero al darse cuenta de que no me había cambiado todavía, utilizó la palabreja esa: “Relájese”. Ya no había vuelta atrás. Bueno, en realidad a eso iba. Entrando al consultorio me encontré de frente con una camilla de esas que utilizan los ginecólogos. ¡Madre Santa! Y el médico, poniéndose los guantes y pidiendo la vaselina.

Dándoselas de graciosa, la enfermera le dijo al doctor: “El pavo está listo para el relleno”. Yo no me reí; para nada, no le encontré el chiste. Ya recostado en la camilla, me di cuenta de que Rosendo era tal cual me lo esperaba. Lo primero que me dijo fue: “Relájese”, y yo, en un acto de rebeldía, apreté con fuerza mis esfínteres.

La enfermera se colocó en la cabecera de la camilla y comenzó a acariciarme el cabello con ternura. El doctor empezó a contarme la historia de unos animalitos que andaban por el bosque, buscando una cueva en donde ocultarse de los malvados cazadores.

En eso estábamos cuando de pronto, mis censores anunciaron la presencia de un cuerpo extraño en mi sistema, la enfermera dejó de acariciarme, y el doctor, con cara de payaso pelirrojo que vende hamburguesas, dio fin a su historia declarando que ya los animalitos habían conseguido su cuevita.

“Puede estar tranquilo caballero, todo en orden, el examen fue todo un éxito; siga tranquilo, de seguro el resultado del análisis del antígeno prostático confirmará que todo está bien; así que, nos vemos el año entrante.”

El año “entrante”, qué chiste. Graciosito el doctor. Ese día recordé aquellos tiempos lejanos, en los que mi madre me embadurnaba de crema la colita para evitar la pañalitis.

Superado el trance y pasados ya varios días desde aquel angustioso momento, siento que cumplí conmigo mismo. Sí, estudiando el caso, observo que no sólo se trató de mi salud; no, también logré confirmar mi hombría, sí señor. Ahora puedo decir que por unos instantes, sólo por unos brevísimos instantes, estuve “del otro lado de la laguna” y, me regresé. Me regresé porque no me gustó. Soy un mamífero macho, muy macho. Y tengo pruebas de ello.


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